Los eventos recientes muestran el modo en que habitamos cabalmente al interior de sistemas, en qué medida nos hemos convertido en poblaciónes, en lugar de ciudadanos asociados, en que medida estamos gobernados por la necesidad de burlar el futuro que nosotros mismos hemos preparado. Cuando Illich escribió libros como “La convivencialidad” y “Némesis médica” aún albergaba la esperanza de que la vida se mantendría en sus goznes. Intentó identificar los umbrales que deberían retener la tecnología para, así ,contener el mundo a una escala local, sensisible y reversible, de modo que los humanos pudieran seguir siendo los animales politicos que Aristóteles creyó que eramos. Otros tantos tuvieron la misma vision, y muchos han intentado sobrevivir a los últimos cincuenta años. Empero, no hay duda de que el mundo del cual Illich advertía ya ha sobrevenido. Es un mundo que vive primariamente en estados in-corperizados y espacios hipotéticos, un mundo de emergencia permanente en que la crisis siempre aguarda a la vuelta de la esquina, un mundo en que el balbuceo incesante de la comunicación ha estirado el lenguaje más allá de sus límites, un mundo en donde la ciencia sobredimensionada no se puede distinguir más de la superstición. ¿Cómo es posible, entonces, que las ideas de Illich sirvan de algo en un mundo que ha sobrepasado la escala de sus conceptos, su balance y su sentido personal? ¿No se debería admitir simplemente que el grado de control social que se ha impuesto recientemente es proporcional y necesario a un sistema de inmunidad global en donde somos “components bióticos”, en palabras de Haraway?
Talvez, aunque solo sea un viejo axioma político que se encuentra en Platón, Thomas More, y más recientemente en el filósofo canadiense George Grant, si no puedes alcanzar lo mejor, al menos se puede prevenir lo peor. Las cosas, ciertamente, pueden empeorar como resultado de la pandemia. Se ha convertido ya en una suerte de lugar común ominoso, que el mundo nunca más será el mismo otra vez. Algunos lo ven como un ensayo y admiten con franqueza que, a pesar de que las medidades tomadas no se justifican del todo por esta plaga singular, dichas medidas continúan siendo un ensayo valioso para plagas futuras y posiblemente peores. Otros creen ver un “llamado a despertar” y esperan que, cuando todo pase, la humanidad castigada comience a bordear su camino de regreso desde el labio de la catástrofe. Mi temor, que creo compartir con muchos, es si se podrá dejar atrás la disposición de aceptar mayor vigilancia y control social, más telepantallas y tele-presencias, así como desconfianza exacerbada. En este momento, todos describen con optimismo el distanciamiento físico como un tipo de solidaridad, aunque sea también una práctica de ver a los otros y verse a si mismo como vectores potenciales de enfermedad –“no toques tu cara”.
Ya he mencionado que una de las certezas reside en que la pandemia está calando muy hondo en lo que respecta al riesgo en la mente popular. Aunque esto es fácil de ignorar, dado que el riesgo se disfraza fácilmente de peligro verdadero. La diferencia, creo, radica en que el peligro se identifica por un juicio práctico basado en la experiencia, mientras que el riesgo es un constructo estadístico concerniente a la población. En el riesgo no cabe la experiencia personal o el juicio práctico. Tan solo te informa sobre lo que sucede con generalidad. Es una abstracción de la población, mas no un retrato de la persona, ni una guía sobre el destino de una persona. El destino es un concepto que se disuelve facilmente de cara al riesgo, donde todos se alinean, inciertamente, en la misma curva. Aquello que Illich denomina “la historicidad misteriosa” de cada existencia –o más sencillamente, su significado –se ha anulado. Durante la pandemia, la sociedad del riesgo ha madurado. Esto se evidencia, por ejemplo, en la autoridad mounstruosa que se ha concedido a los modelos –incluso cuando todos saben que están informados por poco más de lo que uno espera sean conjeturas ilustradas. Otra ilustación es la familiaridad con que la gente habla de que la “curva se aplana”, como si se tratase de un objeto cotidiano –incluso he escuchado canciones al respecto. Una vez que se transforma en un objeto de políticas públicas, que opera puramente como un objeto matemático imaginario, como una curva de riesgo, resulta seguro que la sociedad del riesgo ya ha dado un gran brinco hacia adelante. Esto, creo, es lo que Illich denomina des-corporización –lo impalpable deviene palpable, lo hipotético, actual, y la dimensión de la experiencia cotidiana no se puede distinguir ya de su representación en espacios de noticias, laboratorios y modelos estadísticos. Los humanos han vivido desde siempre en mundo imaginarios, pero creo que esto es diferente. Por ejemplo, en la esfera religiosa, incluso aquellos creyentes más inocentes poseen el sentido de que aquellos que alaban y de quienes hablan en sus reunions no son objetos cotidianos. En el discurso pandémico, todo mundo está familiarizado con fantasmas científicos como si fueran tan reales como las piedras y los árboles.
Otro aspecto adicional del paisaje actual es el gobierno-de-la-ciencia y su complemento necesario: la abdicación del liderazgo político que resulta de cualquier otro motivo. Este es un campo, asimismo, que se ha labrado desde hace tiempo y preparado para la siembra. Hace aproximadamente 50 años, Illich escribió en “La convivencialidad”, que la sociedad contemporánea está “aturdidad por la ilusión de la ciencia”. Dicha ilusión es muy versátil, pero su esencia consiste en construir, a partir de practicas desordenadas y contingentes de miles de ciencias, un becerro de oro que debemos adorar todos. Precisamente se trata de este inmenso espejismo al que se invoca cuando se nos instruye que “hay que escuchar a la ciencia” o que “los estudios muestran” o “la ciencia dice”. Pero no hay algo así como La Ciencia, sino ciencias, cada una con sus propios usos y limitaciones. Cuando se abstrae la “ciencia” de todas las vicisitudes y las sombras de la producción de saberes, y es elevada a la altura de un oráculo, cuyos sacerdotes se caracterizan por su outfit, sus posturas solemnes y sus impresionantes credenciales, aquello que se pierde, para Illich, es el juicio político. No hacemos aquello que nos parece bueno siguiendo nuestra idea, primitiva y atenta, en torno al estado de cosas aquí en la tierra, sino según nos diga la ciencia. En un libro titulado “Racionalidad y Ritual”, el sociólogo británico, Brian Wynne, analizó una encuesta pública realizada por un juez del tribunal superior británico en 1977, en torno a la pregunta de si debería agregarse una planta al complejo británico de energía nuclear en Sellafield en la costa de Cumbria. Wynne muestra el modo en que el juez abordó la cuestión, i.e. como si fuera una cuestión exclusivamente científica –la cuestión: ¿es segura?—sin necesidad de consultar principios morales o politicos. Esto es un caso típico de despalazamiento del juicio político a los hombros de la ciencia, concebido en las mismas líneas míticas que abordé más arriba. El desplazamiento se ha hecho evidente en varios campos. Una de sus características distintivas consiste en que la gente cree que sabe más de lo que de hecho sabe, pensando que la “ciencia” sabe más de lo que sabe. Pero ningún conocimiento real apoya esta certeza. Los epidemiólogos podrían afirmar con franqueza, como lo han hecho algunos, que en el caso presente se cuenta con demasiada poca evidencia para continuar, no obstante, esto no ha prevenido a los politicos de actuar como si tan solo fueran el brazo ejecutivo de la Ciencia. En mi opinion, la adopción de una política de semi-cuarentena para aquellos que no están enfermos es una decisión política y debería discutirse en cuanto tal –una poitica apta para producir consecuencias desastrosas como la pérdida de trabajo, negocios en bancarrota, gente angustiada, y gobiernos sofocados por las deudas. No obstante, en este momento, las faldas amplias de la Ciencia actúan cual refugio de la visión política.
En sus últimos escritos, Illich introdujo, aunque sin desarrollar, un concepto que llamó “sentimentalism epistémico” –admito que no es una frase pegajosa, pero arroja luz sobre lo que sucede ahora. En pocas palabras, el argumento es que hemos vivido en un mundo de “sustancias ficticias” y de “fantasmas creados por la administración” –cualquier número de mercancías nebulosas sirven de ejemplo, desde la educación definidida institucionalmente hasta la “persecución patogénica de la salud” –y que, en este “desierto semántico poblado de ecos confusos”, necesitamos un “fetiche prestigiado” que nos sirva de “Mantita de Linus”. En este ensayo, “la vida” es su primer ejemplo. El “sentimentalismo epistémico“ se adhiere a la Vida, y la Vida se convierte en la bandera, bajo la cual, cualquier proyecto de control social y de sobrevaloración de la tecnología adquiere calidez y lustro. Illich le llama “sentimentalismo epistémico” dado que contiene objetos construídos por el saber que luego se naturalizan balo la tutela dulce de un “fetiche prestigiado”. En el presente caso, nos encontramos salvando vidas frenéticamente y protegiendo nuestros sistemas de atención médica. Estos nobles objetos dan lugar a que brote un sentimiento que es difícil de resistir. Para mí, esto se sintetiza en el tono untuoso e insoportable con que el primer ministro se dirige a nosotros todos los días. Pero, ¿quién no se encuentra en la agonía del aislamiento? ¿Quién no ha dicho que nos evadimos precisamente porque nos cuidamos? Esto es sentimentalismo epistémico, pero no solo porque resulta un solaz para nosotros y da una ilusión más humana a la realidad fantasmagórica, sino también porque oculta otros signos –como el experimento masivo de control social y de aceptación social, la legitimación de la tele-presencia como un modo de sociabilidad y de enseñanza, el aumento de la vigilancia, la normalización de la biopolítica, y reforzamiento de la conciencia de riesgo como el fundamente de la vida social.
Otro concepto de Illich que creo que contribuye a la discusión presente es la idea de “balances dinámicos” que desarrolló en “La convivencialidad”. Esta idea me vino recientemente al leer, en la crónica de educación superior, la refutación de un profesor italiano, G. Agamben, con su posición disidente en torno a la pandemia. Agamben ha escrito recientemente en contra de la inhumanidad de la política que deja morir sola a la gente y prohíbe los funerales, argumentando que la sociedad, que eleva la “vida desnuda” sobre la preservación de su propia forma de vida, ha aceptado con los brazos abiertos, lo cual equivale a un destino peor que la muerte. En su respuesta, una coléga filósofa, Anastasia Berg, expresa su respeto a Agamben, pero afirma que ha perdido la brújula. La gente ha cancelado funerales, aislando a los enfermos y evadiéndose mutuamente, no solo por que la mera sobrevivencia se haya convertido en la totalidad y fin ultimo de la política pública, como afirma Agamben, sino en el espíritu de amor al sacrificio, el cual Agamben, obstuso y acosado por la teoría, no fue capaz de detectar. Ambas posiciones parecen oponerse diametralmente, y la elección parecer ser o la una o la otra. O uno mira el distanciamiento social, junto a Anastasia Berg, como una forma paradójica de sacrificio en pos de la solidaridad, o uno lo mira, como Agamben, como un paso seguro hacia un mundo en donde las formas de vida se han disuelto en un ethos de sobrevivencia a toda costa. Illich trata de argumentar, en “La convivencialidad”, que la política pública siempre encuentra un balance entre terrenos opuestos, racionalidades opuestas, virtudes opuestas. Todo el libro es un intento por discernir cuál es el punto en donde las herramientas útiles –herramientas para la convivencialidad – se convierten en herramientas que devienen fines en si mismos y comienzan a gobernar sobre los usuarios. Asimismo trató de distinguir entre juicio práctico-político de la opinión del experto, discruso casero de las acuñaciones de los medios masivos, prácticas vernáculas de normas institucionales. Muchas de estas distinciones se han ahogado en el “Sistema” monocromático, pero la idea aún puede ser útil, como creo. Nos alienta a cuestionar, ¿hasta dónde es suficiente? ¿Dónde está el punto de equilibrio? Ahora se hace esta pregunta porque los bienes que perseguimos parecen ser ilimitados –no podemos, por supuesto, tener demasiada educación, demasiada salud, demasiada ley, o demasido de cualquier otro sello institucional donde se prodiga nuestra esperanza y nuestra substancia. Pero, ¿que sucedería si se resucita esta pregunta? Esto requeriría que nos preguntemos el modo en que Agamben pueda tener razón, admitiendo a la vez el punto de vista de Berg. Quizá pueda hayarse un punto de equilibrio. Pero esto requeriría cierta habilidad de sostener una mente escindida –el signo característico del pensar, según Hannah Arendt –así como el resurgimiento del juicio político. Un ejercicio tal de juicio político implicaría una discusión sobre aquello que se está perdiendo en la crisis actual, y aquello que se ha ganado. Pero, ¿quién delibera en medio de la emergencia? La movilización total –preocupación total –el sentimiento de que todo ha cambiado –la certeza de vivir en un estado de excepción mayor que en el tiempo común –todas estos asuntos actúan en contra de la deliberación política. Es un círculo vicioso: no podemos deliberar porque estamos en medio de una emergencia, y estamos en la emergencia porque no podemos deliberar. La única salida de este círculo –la salida creada por supuestos que se han integrado a tal grado que parecen obvios.
Illich sintió, durante los últimos veinte años de su vida, un mundo inmerso en una „ontología de sistemas“, un mundo inmune a la gracia, alienado de la muerte, y completamente convencido de su deber de administrar cualquier eventualidad –un mundo, como lo afirmó una vez, en donde “abstracciones enloquecedoras que capturan al alma se han extendido sobre la percepción del mundo y de si mismo en la forma de fundas de almóhada de plástico.” Dicha perspectiva no se presta inmediatamente para convertirse en prescripción política. Las políticas se crean correspondiendo a su momento. Illich hablaba sobre modos de percibir, de pensar, de sentir que se han inculcado en la gente a un nivel muy hondo. De acuerdo con ello, espero que nadie que haya leído esto crea que estoy haciendo propuestas fáciles para políticas, sino intentanto describir un destino común. Mi postura ante la situación es, quizá, suficienteme clara en lo que he escrito. Creo que este túnel al que hemos accedido –de distanciamiento social, aplanar la curva, etc –será difícil de abandonar –o bien lo cancelamos pronto y enfrentamos la posibilidad de que todo ha sido en vano, o nos extendemos y creamos daños que pueden ser peores a las mismas bajas que hemos advertido. Esto no significa que no debemos hacer nada. Es una pandemia. Pero debió haber sido mejor, en mi opinión, haber intentado y seguir usando cuarentenas dirigidas a aquellos que están enfermos y sus contactos. Claro que cerrar estadios de baseball y arenas de hockey, pero mantener abiertas los pequeños negocios que intentan mantener la distancia entre los clientes de la misma manera que han acutado las tiendas que igualmente han estado abiertas. ¿Morirían así más personas? Quizá, pero esto está lejos de saberse a ciencia cierta. Y éste es precisamente mi punto: nadie sabe. El economista sueco Fredrik Erixon, director del Centro Europeo de Economía Política Internacional, hizo el mismo punto recientemente en defensa de las políticas tomadas en Suecia en lo tocante a la precaución sin hacer un “shut-down”. La “teoría del lockdown”, afirma, “no está probada” –lo cual es cierto – y consecuentemente, “No es Suicia quien conduce un experimento masivo, sino todos los demás.”
Pero, para repetirlo, mi intención no es desafiar la política, sino traer a la luz las certezas practicadas, que hacen que las políticas actuales se mantengan incuestionables. Tomaré un útimo ejemplo. Un columnista de un periódico de Toronto recientemente sugirió que la emergencia presente puede ser construída como una elección entre “salvar la economía” o “salvar a la abuelita”. En esta figura se enfrentan dos certezas primarias. Si tomamos estos fantasmos por la realidad, en lugar de tomarlas como construcciones cuestionables, terminaremos por ponerle un precio a la cabeza de las abuelitas. Yo quisiera argumentar que hay que pensar y hablar mejor de otro modo. Quizá, las elecciones imposibles que arroja el mundo para modelar y administrar son signo de que las cosas se han enmarcado falsamente. Hay acaso un modo de transformer a la abuelita en cuanto algo “demográfico” a la persona que puede ser cuidada y consolada y acompañada hasta el final de su camino; de La Economía, como última abstracción, a la tienda de la esquina, donde alguien ha invertido todo lo que tenia y podría perderlo ahora. El presente ha tomado a la realidad de rehén, cautiva en su Sistema encapsulado y sin aire. Es muy complejo encontrar un modo de hablar en donde la vida sea algo distinto y mayor a un recurso del cual cada quien es responsable de administrar, y finalmente, de salvar. Pero creo que es importante poner especial atención a lo que se ha revelado en las últimas semanas: la habilidad de la ciencia médica de “decidir en la excepción” y luego tomar el poder; el poder de los medios de reproducir aquello que se siente como real, mientras le reniega su propia agencia; la abdicación de la política ante la Ciencia, incluso cuando no hay ciencia; la desabilitación del juicio práctico; el poder promovido por la conciencia de riesgo; y la emergencia de la Vida como la nueva soberanía. Las crisis modifican la historia pero no necesariamente para mejor. Mucho dependerá de aquello que el evento llegue a significar. Si, en los cálculos trás el desastre, las certezas que he bosquejado no se ponen en cuestión, entonces, la única salida posible que veo es que se anclarán con más firmeza en nuestras mentes y devendrás obvias, invisibles e incuestionables.
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Felicitaciones por su enorme trabajo de divulgación de lo mejor del pensamiento. Un abrazo desde el Oriente del Estado de México.
Lo hacemos con mucho gusto, y pues continúa leyendo, que esto no para. Saludos para el Edo. de Mex.