Traducción autorizada: Federica González Luna
La semana pasada inicié un ensayo en torno a la actual pandemia, donde intenté abordar la cuestión que considero central: ¿acaso el esfuerzo masivo y costoso de contener y limitar el daño que inflige el virus constituye nuestra única elección? ¿Se trata acaso de un ejercicio de prudencia nada más que obvio y inevitable que se realiza con el fin de proteger a los más vulnerables? ¿O es un esfuerzo catastrófico por mantener el control sobre aquello que está fuera de control, un esfuerzo que agrava el daño hecho ya por la enfermedad, con nuevos problemas que reverberarán en el remoto futuro? No he escrito por una larga temporada antes de haberme percatardo de que había asumido tantas cosas que estaban muy lejos de todo aquello que se expresaba a mi alrededor. Dichas asunciones han surgido, sobretodo, creo, de una larga conversación con la obra de Ivan Illich. Antes de poder hablar inteligiblemente sobre la presente circunstancia, esto sugería que primero debía bosquejar la actitud ante la salud, la medicina y el bienestar que Illich desarrolló a lo largo de una vida de reflexión en torno a estas temáticas. De acuerdo con ello, elaboraré un resumen, en lo que sigue, de la crítica de Illich a la bio-medicina e intentaré responder ciertas cuestiones a la luz de esta perspectiva.
Al inicio de su libro “La convivencialidad” (1973), Illich describe aquello que pensaba que constituía el curso típico del desarrollo que siguen las instituciones contemporáneas, utilizando la medicina como ejemplo. La medicina, afirma, ha pasado por “dos puntos de inflexión”. La primera fue atravesada a principios del siglo XX, cuando los tratamientos médicos devinieron efectivamente demostrables y los beneficios empezaron a sobrepasar a los daños. Para muchos historiadores de la medicina, esto es tan solo un parteaguas relevante –desde este punto hacia adelante el progreso proceguirá indefinidamente, a pesar de que quizá haya retrocesos, no habrá ningún punto, en principio, en que se detenga el progreso. Esto no era así para Illich. Proyectó la hipótesis, entonces, de un segundo punto de inflexión, que pensaba que ya había sido atravesado e incluso excedido para el tiempo en que escribía. Allende este segundo parteaguas, propuso que la contraproductividad iniciaría a establecerse – la intervención médica iniciaría a destruir su propio objeto, generando más daño que beneficio. Argumentaba que esto es característico de toda institución, bien o servicio –se puede identificar el punto en que algo es suficiente, y cuándo, esto mismo, ya es demasiado. “La convivencialidad” es un intento por identificar dichas “escalas naturales” – la única búsqueda general y programática de una filosofía de la tecnología llevada a cabo por Illich.
Dos años después en “Némesis Médica“ – luego retitulada, en su versión final y más abarcante, “Límites de la Medicina“ – Illich intenta mostrar a detalle los beneficios y los daños hechos por la medicina. En general, estaba a favor de las inovaciones a gran escala en lo tocante a la salud pública, las cuales han otorgado buen alimento, agua potable, aire limpio, eliminación de aguas residuals, etc. Asimismo alabó los esfuerzos puestos en marcha entonces en China y Chile por establecer un kit de herramientas médicas básicas y farmacéuticas disponibles y accesibles a todos los ciudadanos, en lugar de permitir que la medicina desarrollase bienes de lujo que permanecerían fuera del alcance de la mayoría. Sin embargo, el asunto principal de su libro consiste en identificar y describir los efectos contraproductivos que sentía que se iban hacienda cada vez más evidentes, en la medida en que la medicina atravesaba su segundo punto de inflexión. Llamó estos excesos de la medicina “iatrogenesis”, y los abordó bajo tres rúbricas: clínica, social y cultural. La primera, que ahora todo mundo entiende –obtener un diagnóstico errado, un medicamente erróneo, una operación falsa, enfermarse en el hospital, etc. Este daño colateral no es trivial. Un artículo de la revista canadiense “The Walrus” – Rachel Giese “The errors of Their Ways” abril de 2012 – estimó que 7.5% de los canadienses admitidos en hospitales cada año han sufrido al menos una vez un “evento adverso” y 24,000 mueren a causa de errores médicos. Por ese tiempo, Ralph Nader, que escribía para la revista Harper´s, sugirió que el número de personas que mueren anualmente en Estados Unidos a causa de errores médicos prevenibles es, de aproximadamente, 400,000. Es un número impresionante, incluso exagerado – la estimación de Nader constituye el doble per capita en contraste con The Walrus – pero este daño accidental no era el foco de atención de Illich en ningún sentido. Lo que le concernía era el modo en que el exceso de tratamiento médico debilita las aptitudes básicas sociales y culturales. Un ejemplo de lo que el llama iatrogenesis social consiste en que el modo en que el arte de la medicina, en donde el físico actúa como curandero, testigo y consejero, tiende a dar paso libre a que la ciencia médica, en donde el doctor es un científico, debe tratar a su paciente, per definitionem, cual sujeto de experimentación y no como un caso singular. Finalmente, el daño último que inflige la medicina: la iatrogenesis cultural. Según Illich, esto ocurre cuando las habilidades culturales construídas y heredadas por muchas generaciones son socavadas y sustituídas, en su totalidad, gradualmente. Entre estas habilidades se encuentra, especialmente, la voluntad para sufrir y soportar la propia realidad, así como la capacidad de morir la muerte propia. El arte de padecer se ve eclipsado, tal como argumenta, por la expectativa de que todo sufrimiento puede y debe ser erradicado inmediatamente –una actitud que, en efecto, no elimina el sufrimiento sino que le arranca su sentido, convirtiéndole en una mera anomalía o aborto técnico. Finalmente, la muerte, de ser un acto íntimo, personal –que cualquiera puede realizar – pasó a ser una derrota carente de sentido, un mero cese de tratamiento, un desconectarse, como a veces se dice, sin ningún resto de corazón. Detrás de los argumentos de Illich se encuentra una actitud cristiana. Afirma que el sufrimiento y la muerte son momentos inherentes a la condición humana, son partes definitorias de su condición. Agrega que la pérdida de esta condición implicaría una rupture catastrófica tanto con nuestro pasado, como con nuestro ser-criatura. MItigar y mejorar la condición humana no está mal, como afirma. Pero perderla completamente ha sido una catástrofe en la medida en que a Dios solo se le conoce desde el ser-criatura – i.e. como creados o receptores de ser– no como dioses adueñándose de su destino.
“Nemesis médica” es un libro sobre un poder profesional – un punto que vale la pena pensar por un momento a la luz de los poderes extraordinarios que se están utilizando en nombre de la salud pública. De acuerdo con Illich, la medicina contemporánea siempre ejerce poder político, a pesar de que este aspecto puede ocultarse bajo el pretexto de que todo lo que se afirma es en pos del cuidado. En la provincial de Ontario, donde vivo, la “atención médica” acapara más del 40% del presupuesto gubernamental, lo cual debería evidenciar esta circunstancia. Pero este poder cotidiano, cuan grande sea, puede expandirse mediante aquello que Illich denomina “la ritualización de la crisis”. Esto confiere a la medicina “la licencia que normalmente tan solo puede reclamar la milicia”. Continúa:
Bajo el estrés de la crisis, el profesional, el cual se cree que está al mando, puede presumir facilmente de inmunidad ante las reglas ordinarias de justicia y decencia. Aquél a quien se le asigna el control sobre la muerte cesa de ser un hombre ordinario… Pues conforma una tierra fronteriza, que no es totalmente de este mundo, el espacio de tiempo y de comunidad reclamados por la empresa médica son tan sagrados, cuán sagrada es su contraparte militar.
En una nota al pie a este pasaje, Illich añade que “quien reclama exitosamente el poder en una emergencia suspende y puede destruir la evaluación racional. La insistencia del físico en su capacidad exclusiva de evaluar y resolver crisis individuales lo coloca simbólicamente en la vecindad de la Casa Blanca.” Aquí puede trazarse un paralelo interesante con el jurista alemán Carl Schmitt, quien en su Teología Política, asevera que el sello de la verdadera soberanía reside en estar por encima de la ley, puesto que el soberano puede suspenderla en caso de emergencia – declarar una excepción – y así, goberanar en su lugar como la fuente misma de la ley. Éste es preciamente el poder que Illich atribuye al doctor al “reclamarlo… en caso de emergencia”. Circunstancias extraordinarias lo hacen “immune” a las “reglas ordinarias” y capaz de declarar nuevas reglas, según sea el caso. No obstante, hay una diferencia interesante, y para mí, reveladora, entre Schmitt e Illich. Schmitt está bloqueado por lo que él denomina „lo político”.
Illich se percata que mucho de lo que Schmitt llama soberanía ya ha escapado, o bien, ha sido usurpado de la dimensión política y reintroducido en diversas hegemonías profesionales.
10 años después de la aparición de “Nemesis médica”, Illich regresó y revisó su argumento. De ninguna manera renunció a lo que había escrito, sino que lo complementó de modo bastante dramático. En su libro, afirma ahora, estaba “ciego a un efecto iatrogénico mucho más profundo: la iatrogénesis del cuerpo mismo.” “No se percató del grado al cual, a mediados de siglo, la experiencia de ´nuestros cuerpos y nosotros mismos´ se había convertido en el resultado de conceptos y atención médicos.” En otras palabras, en “Nemesis médica”, escribió como si hubiese un cuerpo natural, fuera de la red de técnicas por las cuales se construye la autoconciencia, y ahora podía mirar que no existe dicho punto de vista. “Cada momento histórico”, continúa, “se encarna en un cuerpo específico de la época.” La medicina no solo actúa sobre un estado pre-existente – más bien participa en la creación de dicho estado.
Este reconocimiento consistió únicamente en el principio de una nueva línea en Illich. “Nemesis médica” se dirigió a una ciudadanía que imaginaba ser capaz de actuar para limitar el alcance de la intervención médica. Ahora habla de gente cuya imagen se ha generado por la bio-medicina. En la primera línea de “Nemesis médica” afirma que “el establecimiento médico se ha convertido en la mayor amenaza a la salud.” Ahora juzga que la mayor amenaza a la salud reside, precisamente, en la búsqueda de la salud. Detrás de este cambio radica su idea de que el mundo, mientras tanto, ha padecido un cambio epocal. “Creo”, me dijo en 1988, “que ha acontecido un cambio en el espacio mental en donde habita mucha gente. Una especie de colapso catastrófico de un modo de ver las cosas ha llevado a la emergencia de mirar las cosas de otro modo. El tema de mi escritura consiste en la percepción del sentido en que vivimos; y, en este respecto, estamos, en mi opinión, en este momento, pasando ya a otro punto de inflexión. No esperaba ver este pasaje durante mi vida.” Illich calificó “el nuevo modo de mirar las cosas” como el advenimiento de lo que llamaba la “era de los sistemas” o la “ontología de los sistemas”. La era, cuyo fin, observó, estaba dominada por la idea de la instrumentalidad –de utilizar medios instrumentales, como la medicina, para alcanzar un fin o un beneficio, como la salud. Pero aquello que caracterizó dicha época fue una distinción entre sujetos y objetos, medios y fines, herramientas y usuarios, etc. En la era de los sistemas, agregó, estas distinciones han colapsado. Un Sistema, concebido cibernéticamente, integra todo – no tiene ningún afuera. El usuario de una herramienta usa la herramienta para realizar un fin. El usuario de un Sistema está al interior del Sistema, constantemente adecuando su estado para el Sistema, en la medida en que el Sistema ajusta su propio estado para ellos. Un individuo contreñido, que persigue su bienestar, renuncia a un Sistema inmune que recalibra constantemente sus límites porosos con el Sistema que lo rodea.
Con este nuevo “discurso analítico de sistemas”, como Illich lo llamaba, el estado característico de la gente consiste en un estado de incorporeidad. Esto refleja una paradoja, evidentemente, dado que lo Illich llama “persecución patogénica de la salud” implica una preocupación intensa, continua y virtualmente narcisista por el propio estado corporal. La razón por la cual Illich lo concebía como un estado de incorporeidad se puede entender major con el ejemplo de una “conciencia de riesgo” que el denominaba “ la ideología más importante celebrada hoy en día”. El riesgo des-encarna, decía, porque “es un concepto estrictamente matemático”. No pertenece a personas sino a poblaciones –nadie sabe qué pasaría a esta o aquella persona, sino lo que sucedería a un agregado de dichas personas que se expresa en la probabilidad. Identificarse a si mismo con un producto estadístico es comprometerse, dijo Illich, con una “auto-algoritmización intensiva.”
Su encuentro más angustioso con dicha “idiología celebrada religiosamente“ ocurrió en el campo de la génetica probada durante el embarazo.Fue introducido a ella por un amigo y colega, Silja Samerski, quien estudiaba que el asesoramiento genético era obligatorio para mujeres embarazadas que consideraban pruebas genéticas en Alemania – un asunto que más tarde retomaría en el libro „La trampa de la decisión“ (Imprint-Academic, 2015). La prueba genética durante el embarazo no revela nada definitivo sobre el niño/a que espera la mujer de la prueba. Todo aquello que detecta consiste en marcas, cuyo significado incierto, puede expresarse en probabilidades – probabilidades calculadas a través de toda la población a la que pertenece el sujeto en cuestión, según su edad, historia familiar, etnicidad, etc. Una vez que se le comunica, por ejemplo, que hay un 30% de posibilidades que su bebe tenga este o aquel síndrome, no se le informa nada acerca de si misma o del fruto de su vientre – tan solo se le indica lo que podría sucederle a alguien como ella. No sabe nada más sobre las circunstancias actuales, más que aquello que sus esperanzas, sueños e intuiciones le revelan, aunque el perfil de riesgo, que se ha adquirido del doppelgänger estadístico, requiere de una toma de decision. La elección es existencial; la información se basa en la curva de probabilidad en que se ha incrustado a quien elige. Para Illich, esto constituye un horror perfecto. No es que no pudiese reconocer que toda acción humana es un tiro en medio de la oscuridad – un cálculo prudente frente a lo desconocido. Su horror era observer que la gente se reconsiderara en la imagen de un constructo estadístico. Para él, esto constituye el eclipse de la persona en manos de la población; como un esfuerzo para prevenir al futuro de lo imprevisto; y un sucedáneo de modelos científicos para las experiencias con sentido. Y esto sucedía, como se percató Illich, no solo con respecto a la prueba genética durante el embarazo, sino más o menos a lo largo de toda la frontera de la salud pública. Cada vez más gente actúa prospectivamente, probalísticamente, de acuerdo a sus propios riesgos. Se estaban convirtiendo, como acierta en bromear Allan Cassels, investigador de la salud, “en pre-enfermos”—vigilantes y activos contra enfermedades que cada quien podría adquirir. Los casos individuales poco a poco se subsumen a casos generales, cual instancias de una categoría o clase, más que como predicamentos singulares, y los doctores, de modo creciente, se van convirtiendo en mecanismos serviles de esta nube de probabilidades, más que consejeros íntimos, alertas a diferencias específicas y significados personales. Esto es lo que Illich denominaba “auto-algoritmización” o estado de incorporeidad.
Una manera de alcanzar el cuerpo iatrogénico, al cual Illich miró como un efecto primario de la biomedicina contemporánea, consiste en retornar a un ensayo que fue distribuído ampliamente, así como discutido en su milieu de princpios de los 90´s. Este ensayo, intitulado „La biopolítica del cuerpo posmoderno: constituciones del si-mismo en el discurso del sistema inmune“, fue escrito por la historiadora y filósofa de la ciencia Donna Haraway y apareció en el libro de 1991 “Simios, cyborgs y mujeres: la reinvición de la naturaleza.“ Dicho ensayo resulta interesante no solo en la medida en que creo que influyó a Illich en su idea del modo en que el discurso bio-médico se estaba desplazando, sino también en la medida en que Haraway, viendo – en mi opinión— casi lo mismo que Illich, saca las conclusiones diametralmente opuestas, punto por punto. En este artículo, por ejemplo, ella afirma, con referencia a lo que denomina „cuerpo post-moderno”, que “los seres humanos, como cualquier otro componente o subsistema, debe localizarse en una arquitectura del Sistema cuyos modos básicos de operación sean probabilísticos, estadísticos.” “En un sentido”, continúa, “los organismos han dejado de existir como objetos de conocimientos dando paso a sus components bióticos.” Esto lleva a una situación en donde “los objetos, espacios o cuerpos no son sagrados en si mismos; y los compontentes pueden interrelacionarse con cualquier otro si el standard adecuado, el código adecuado, puede ser construído con miras a procesar signos en un idioma común.” En un mundo de interrelaciones, en donde las fronteras regulan las „tasas de flujo“ en lugar de trazar diferencias reales, “la integridad de los objetos naturales” pierde su importancia. “La ´integridad´o ´sinceridad´ del propio Occidente,” afirma, “da lugar a métodos de decisión, sistemas expertos, y provee de estrategias de inversion.”
En otras palabras, Haraway, como Illich, entiende que las personas, en cuanto seres singulares, estables y santificadas, se han disuelto en subsistemas provisionales de autoregulación en constante intercambio con sistemas mayores con los que se encuentran imbrincados. En sus palabras, “todos somos quimeras, híbridos teóricos y fabricados a partir de máquina y organismo… nuestra ontología es el cyborg.” La diferencia entre ambos radica en sus reacciones. Haraway, en algún lugar en el volúmen donde se encuentra el ensayo aquí citado, publica lo que denomina „Manifiesto Cyborg.” Llama a la gente a reconocer y aceptar su nueva situación y, no obstante, a leerla con miras a la liberación. En una sociedad patriarcal no existe ninguna condición aceptable que cualquiera desearía retomar, así que ofree “un argumento hedonista en medio de la confusión de fronteras y para la responsabilidad en construcción.” Para Illich, por otra parte, la “ontología cyborg”, como la denomina Haraway, no constituye ninguna opción. En su caso, aquello que está en cuestión es el propio elemento de lo humano en cuanto seres animados con un origen y un destino divinos. Mientras los últimos vestigios de sentido se iban desvaneciendo a los ojos de sus contemporáneos, el miró un mundo que se había hecho “immune a su propia salvación”. “He llegado a la conclusion”, me dijo llanamente, “de que cuando el ángel Gabriel le dijo a la muchacha de Nazareth en Galilea que Dios quería estar en su vientre, señalaba un cuerpo que ya se ha ido del mundo en el que vivo.”
La “nueva manera de ver las cosas”, pensando en el horizonte biomédico, ascendió, de acuerdo con Illich, al “nuevo estatus de religiosidad.” Utilizó el término religiosidad en un sentido amplio para referirse a algo más profundo y más invasivo que la religión formal o institucional. La religiosidad es el espacio que habitamos, nuestro sentimiento sobre el modo y la razón porque las cosas son como son, el horizonte mismo que da forma al sentido. Lo que vió aproximarse fue una religiosidad de entera inmanencia en la que el mundo es causa de si y no existe ninguna fuente de sentido u orden exterior – “un cosmos”, como dijo, “ en las manos del hombre.” El máximo bien en un mundo de este carácter es la vida, y el deber primario de la gente es conservarla y promoverla. Sin embargo, ésta no es la misma vida de la que se habla en la Biblia –la vida que viene de Dios –más bien se trata de un recurso que las personas poseen y deben administar con resposabilidad. Esta vida naturalizada, divorciada de su fuente, es el nuevo dios. La salud y la seguridad son sus auxiliaries. Su enemigo: la muerte. La muerte aún impone una derrota definitiva, pero sin ningún sentido personal. No hay un momento oportuno para morir –la muerte sobreviene cuando falla o culmina el tratamiento.
Illich se reniega a “interiorizar sistemas en si mismo”. No está dispuesto a renunciar ni a la naturaleza humana, ni a la ley natural. “No puedo ocultar la certeza”, expresó en una entrevista con su amigo Douglas Lummis, “de que las normas con las que debemos vivir corresponden al saber sobre lo que somos.” Esto lo llevó a rechazar la “responsabilidad por la salud”, concebida como la administración de sistemas interrelacionados. ¿Cómo se puede ser responsable, preguntaba, de lo que no tiene ni sentido ni fondo? Más vale renunciar a dichas ilusiones reconfortantes y vivir, más bien, en un espíritu de autolimitación que definía como “renunciación valiente, disciplinaday autocrítica realizada en comunidad.”
En suma: Illich, en sus últimos años, concluyó que la humanidad, al menos en su entorno, había abandonado su sentido y había movido todos sus bártulos con dirección a un constructo de un Sistema sin ningún fundamento de decisión ética. Los cuerpos que habitan las personas y con los que avanzan se han convertido en constructos sintéticos tejidos desde CAT-scans y curvas de riesgo. La vida ha devenido un ídolo quasi-religioso, presidiendo toda “ontología de sistemas”. La muerte ha devenido una obsenidad insignificante más que una compañera inteligente. Todo esto fue expresado enérgicamente y de modo inequívoco. No pretendía suavizarlo u ofrecer consuelo “por otro lado…”. Aquello que le incumbía era lo que lo rodeaba, y todo lo que le ocupaba era tratar de regristrarlo con la mayor sensibilidad posible y abordarlo, con maxima veracidad. A sus ojos, el mundo no estaba en sus manos, sino en las manos de Dios.
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