Un rey, pese a que era poseedor de una inmensa riqueza, vivía infelizmente; pues siempre padecía de ataques de ira y de profundos malestares espirituales, los cuales inmovilizaban su cuerpo y lo hacían sufrir fuertes y continuos dolores de cabeza. Cansado de vivir en esta deplorable condición, una noche invocó al más poderoso y sabio genio zoroastriano, a quien le prometió liberarlo de su esclavitud a cambio de que éste lograra liberarlo de la causa de su sufrimiento (pues pese a sus poderes, los genios zoroastrianos sólo eran capaces de eliminar cualquier cosa que causara el sufrimiento, pero nunca el sufrimiento en sí).
Cuando el rey le pidió que eliminara a sus sirvientes, el genio se lo concedió. Sin embargo, su pesadumbre aún lo afligía. Después, le pidió que eliminara a todos los hombres de su reino y cuando el genio le concedió ese deseo, el rey notó que su pesadumbre aún lo afligía. Luego le pidió que eliminara sus riquezas, sus palacios, sus vestidos y todos sus objetos de valor; pero cuando el genio le concedió ese deseo, el rey notó que su pesadumbre todavía lo afligía. Desesperado por no encontrar la causa de su pesadumbre, el rey le pidió al genio que eliminara los ríos, las montañas, los valles, las selvas, los mares, las estrellas y el universo entero; y cuando el genio le concedió ese deseo, el rey notó que su pesadumbre todavía lo afligía.
Ya no había universo y lo único existente en medio del infinito vacío era el rey y el genio. Sin embargo, incluso en estas circunstancias, el rey continuaba sintiéndose hondamente afligido y, como un último intento por quitarse ese mal, liberó al genio, permitiendo que éste se fuera hacia otra dimensión. Cuando el genio concedió el último deseo al último hombre existente en el universo, el rey quedó total y absolutamente solo, en medio de la nada, condenado a padecer la terrible pesadumbre que sólo su mente (y no el universo), le había provocado.
La causa de nuestra pesadumbre está en nuestra mente y no en el universo.