En primavera, el tucanete esmeralda arribó a la aldea de los saltones verdirrayados. Y cuando notó que ellos, a causa de su diminuto pico, no podían cazar grandes presas, él les prometió hacerlo con la condición de que lo dejaran gobernar su aldea. Pero como nadie le hizo caso, se fue volando.
En verano, el tucanete arribó, nuevamente, a la aldea de los saltones. Y cuando notó que ellos, a causa de sus cortas alas, no podían recolectar los frutos de los árboles más altos, él les prometió hacerlo con la condición de que le dejaran gobernar su aldea. Cansados de sus infortunios, accedieron a su petición y nombraron al tucanete como su gobernante.
Para el otoño, el tucanete, pese a que tenía un pico y unas alas más grandes, ni había podido cazar grandes presas ni había podido recolectar los frutos de los árboles más altos; y cuando los saltones lo increparon, el tucanete les prometió que eso ya no volvería a suceder.
Para el invierno, el tucanete tampoco había podido ni cazar presas ni recolectar los frutos de los árboles más altos; y cuando los saltones, nuevamente lo increparon, el tucanete les prometió que ya no volvería a fallar. Exacerbados, los saltones le dijeron que ya estaban hartos de todas sus promesas y, tras escucharlos, éste les prometió que, nunca más, les volvería a prometer nada.
Nunca es conveniente esperar acciones de quienes sólo saben hacer promesas.
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