La frustración y el deseo de venganza llevan a abrazar medidas autoritarias, que en Perú reciben la expresión popular de “mano dura”. La expresión no es fortuita, en ella resuena la autoridad del “jefe de familia”, la rigidez del buen comportamiento, el castigo físico. “Un niño necesita una mano dura que le impida desviarse”, afirmaría, probablemente, alguno de mis abuelxs.
1.Emergencia
Desde que se hizo evidente que el Covid-19 no tendría piedad con occidente, el gobierno del Perú tomó rápidamente medidas para restringir la propagación de la epidemia. Además del estado de emergencia y el confinamiento obligatorio, una de las medidas más extremas fue la instauración de un toque de queda diario desde de las 20:00 horas hasta las 5:00 del día siguiente.
Dos semanas atrás, mientras vigilaba el cumplimiento del toque de queda en un distrito norteño, una patrulla militar descubrió a un menor de edad fuera de su casa. Era sábado, pasadas las diez de la noche. En lugar de detenerlo, el capitán Christian Cueva increpó al adolescente con insultos y bofetadas. Cerró su agresión con una frase para el recuerdo: “ahorita te voy a perdonar la vida. Pero te veo en la calle, conchetumadre, y te voy a sacar la putamadre”.
Esta escena quedó registrada en video y se difundió rápidamente en redes sociales. Un par de días después fue objeto de debate nacional. Si bien el ejército separó a Cueva de la tarea de patrullaje mientras investiga el caso, hubo quienes celebraron su manera de accionar, protestaron por su remoción y demandaron la extensión de la práctica a todos los rincones del país. Y no fueron pocxs. Hay quienes sólo aprenden con golpes y “mano dura”, se escucha en distintas esferas, gobernantes incluidos (Peru21).
2. Violencia
Lima es una ciudad de ocho millones y medio de habitantes donde la violencia es pan de cada día. Carteristas, secuestradores y violadores de menores de edad ejercen la violencia que más disgusta al ciudadano de a pie, según las encuestas. No creo que Lima sea excepcional. Cualquier metrópoli contemporánea, donde la desigualdad convive con los ídolos del capitalismo, engendra frustración y violencia. Con más razón, entonces, en una ciudad relativamente carente de servicios básicos.
En la ciudad donde crecí, la violencia “leve” es cotidiana. Además de la delincuencia común, se vive en la batalla con transportistas públicos y privados, en la corrupción de los funcionarios públicos, en la mentira que la “viveza” utiliza para cualquier tipo de intercambio, o en el acoso que especialmente afecta a mujeres y minorías sexuales.
No hay duda de que la violencia se ensaña contra mujeres y minorías sexuales. En el país con 168 víctimas de feminicidios en 2019 (cnnespanol), los 17 días de estado de emergencia han sido ocasión para la violación de 43 mujeres, 27 de ellas niñas, en su propio domicilio, según cifras oficiales (Peru21). Aunque la Policía Nacional cuenta con protocolos y manuales de derechos humanos para la protección de las poblaciones vulnerables, en nuestro país machista, la transfobia es aliada del abuso policial (video).
En el centro industrial del Perú también se practica la violencia contra lxs trabajadores. Una columnista de apellido con linaje fue instada a renunciar tras el trato público humillante a su trabajadora doméstica [imagen aqui]: “al segundo día la hdp del ama de llaves se zurró en la cuarentena ‘porque es mi franco y mi derecho nadie me lo va a quitar’.”
Aunque sólo ciertas poblaciones son víctimas frecuentes, las agresiones tienen un origen diverso: desde el humilde capitán Cueva en Piura hasta la privilegiada columnista Miró Quesada en Lima. La violencia hierve a borbotones cuando una pandemia amenaza y el estado de excepción se extiende sobre el territorio nacional.
3. Catarsis
En un país que respira y transpira violencia, donde el esfuerzo cotidiano por salir adelante se estrella con frecuencia en la trampa, el robo y la corrupción, es comprensible el deseo de hacer justicia por mano propia, infligiendo daño físico y palpable. Cuando los delincuentes llevan una vida de lujos ante la impotencia o indiferencia del Poder Judicial, resulta natural aplaudir el castigo inmediato y corporal. En los cómics, si Batman no agarrase a golpes a los villanos, no habría catarsis. Las películas de Avengers no acaban en juicios, sino en masacres; lo mismo hace Tarantino cuando nos complace con finales felices donde nazis y esclavistas mueren incinerados.
No podemos reducir ni menospreciar la furia que la sociedad peruana lleva a cuestas. Sin embargo, lo que necesitamos no es sólo catarsis. La liberación que otorga la catarsis se cumple mediante la ficción. El castigo de las transgresiones se da en la tragedia, en el espacio limitado del teatro, la literatura o el cine. Y aunque la imaginación y el juego son indispensables para la constitución de nuestra sociedad, la ficción no es capaz de solucionar los problemas bastante reales a los que nos enfrentamos en Latinoamérica.
Es cierto que las bofetadas del capitán Cueva al adolescente anónimo no son ficticias. Pero la idea de que éstas imparten justicia sí lo es. La justicia inmediata, como la que creyó ejercer el capitán Cueva, potenciada por su difusión mediática, es solo una ilusión de justicia que provoca en algunxs el sentimiento catártico de la restauración del orden. Pero con ella nada se resuelve: la capacidad de impartir justicia del ejército, a sustos y bofetadas, es muy limitada; y el costo que se paga es enorme. Cada capitán de patrulla se convierte en un poder judicial andante al decidir la cantidad y la fuerza de las bofetadas, la dimensión de los insultos, las armas que puede utilizar.
Si esta ilusión de justicia tiene éxito y seguidores es porque la víctima funge, además, de chivo expiatorio, Rey Momo, Ño Carnavalón [udep]. Con su castigo visible y mediatizado, no solo se crea la ilusión de justicia, también se expían las culpas: “No fuimos nosotros, fue él. Salió de su casa a difundir la enfermedad y merece un castigo ejemplar”. En el Perú hay, a la fecha, más de 33 mil detenidos por incumplir el confinamiento [el comercio]. No es, precisamente, un país disciplinado. Un chivo expiatorio es útil para culpables e inocentes.
4. Mano dura
La frustración y el deseo de venganza llevan a abrazar medidas autoritarias, que en Perú reciben la expresión popular de “mano dura”. La expresión no es fortuita, en ella resuena la autoridad del “jefe de familia”, la rigidez del buen comportamiento, el castigo físico. “Un niño necesita una mano dura que le impida desviarse”, afirmaría, probablemente, alguno de mis abuelxs.
Además de la ficción catártica del chivo expiatorio, el autoritarismo demanda renunciar a la autonomía y la capacidad crítica. Consiste en dejar que otros tomen las decisiones por unx, a cambio de cierta tranquilidad para una gama restringida de posibilidades de acción (trabajar, consumir, descansar) y, típicamente, en pos de algún bien que se pretende mayor que las libertades políticas, como la estabilidad económica, la lucha contra el terrorismo o la superación de una amenaza externa.
Durante la Segunda guerra mundial, Adolf Eichmann fue el responsable de la logística para el registro y transporte de judíos hacia los campos de exterminio, en cumplimiento de la “solución final” ordenada por la cúpula nazi. Al estudiar su caso, la filósofa Hannah Arendt se pregunta por el origen y la naturaleza del mal de las acciones del hombre que era un funcionario y un padre de familia ejemplar. Durante el juicio, Eichmann se defendió afirmando que había cumplido con su deber de la manera más eficiente posible, siguiendo las leyes del III Reich y las órdenes de sus superiores. Como lo certificó más de un psiquiatra, Eichmann era un hombre “normal”, especialmente motivado para cumplir instrucciones.
Quienes piensan que el mal moral radica en la mala voluntad, difícilmente pueden explicar el caso de Eichmann. Según sus declaraciones, Eichmann no pretendía “hacer el mal”, por eso tampoco mostraba arrepentimiento. Su propósito era cumplir con su tarea como funcionario dentro del marco de la ley. Arendt identifica la maldad de Eichmann con su irreflexividad. Eichmann no estaba movido por orgullo, envidia, odio, resentimiento o algún otro impulso que tradicionalmente nos ha servido para explicar el mal. El mal de Eichmann es novedoso para la literatura: es banal. Con toda su eficacia legal, Eichmann era incapaz de percatarse de la maldad de sus actos.
Sin necesidad de caer en un totalitarismo genocida, la “mano dura” encuentra en los personajes como Eichmann a sus perfectxs partisanxs. No se trata del ejército, sino de ciudadanxs que dejan al margen la autonomía de su pensamiento, junto a la responsabilidad que ésta supone, para seguir irreflexivamente la ley y las órdenes de sus superiores. Se trata de quienes celebran la humillación y agresión de un adolescente porque no cumplió con la ley, y de quienes quieren confiar a ciegas en las armas de lxs militares, entregando sus libertades (y responsabilidades) políticas. Se trata de 30 millones de Eichmanns en Perusalén.
[Disclaimer]
Como la mayoría de peruanxs, estoy gratamente sorprendido por la rapidez y eficiencia con las que ha reaccionado nuestro gobierno ante la crisis. Esto se debe a que no estamos acostumbradxs a que el gobierno actúe atinadamente, priorizando la vida de su población antes que la continuidad económica, adelantándose, incluso, al resto de países en Latinoamérica. Considero que las medidas tomadas para prevenir la propagación de la epidemia (cierre de fronteras, confinamiento obligatorio, restricciones de movilización, etc.) han sido oportunas, dadas las circunstancias.
¿Cuáles son esas circunstancias? Un sistema de salud pública empobrecido, incapaz de garantizar, en un porcentaje decente, camas en cuidados intensivos y ventiladores mecánicos. Sin la capacidad logística, desde ya, para gestionar la atención de los 1400 casos confirmados a la fecha, tampoco podría enfrentar el recrudecimiento de la epidemia (v. el caso de Ecuador). Si no somos capaces de ver detrás de esta crisis el resultado de la disminución del estado y la privatización de los servicios públicos, no atacaremos nunca el problema, por más bofetadas que se repartan.
Por lo mismo, identificar los chivos expiatorios que emergen en esta coyuntura es fundamental. Las medidas autoritarias, populares en el caso peruano, sólo distraen la atención de los verdaderos elementos a cargo de solucionar los problemas que la pandemia ha hecho más críticos, así como de sus causas. Me pregunto qué es lo que creen aquellos que piensan que conservar el orden es tan sencillo como infundir miedo y repartir insultos: ¿para qué inventamos la tercerización de la justicia, la división de poderes, la legislación representativa? ¿Para llenarnos de burócratas y archivos? ¿Es eso lo que creen? Resulta, entonces, contra lo que creen algunxs de mis contactos en FB, que el ingenuo no soy yo.
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