por Alan Ojeda
“Ser” necesariamente indica una relación con el espacio. Todo grupo social encuentra o genera un espacio de pertenencia, socialización e intercambio. Crear estos espacios implica de forma paralela “crear-se”. Como señala Adrián Melo en El amor de los muchachos: “Las ficciones son figuras, imágenes o ideas –por lo tanto abstracciones no reales- y la literatura es un lugar privilegiado tanto para la manifestación de esas realidades colectivas como para su nacimiento” (Melo, 2005:10). Es por eso que la literatura, como espacio privilegiado para analizar la construcción de nuevas “estructuras de sentimiento”, nos permitirá, en un recorrido a través de las novelas Queer de William Burrough, La ciudad y el pilar de sal de Gore Vidal y Dancer from the dance de Andrew Holleran, dar cuenta de la modificación de la relación de una comunidad con el espacio que habita.
En la historia de la cultura homosexual el desarrollo de un espacio de encuentro y socialización ha sido, en gran parte, la propia historia del movimiento y de su legitimación frente a la sociedad: no hay lucha sin terreno. Es posible distinguir una serie de etapas en la formación de una cultura gay que se desarrolla desde la interioridad la experiencia del ámbito privado, hasta el esbozo de una vida anti-burguesa en la construcción de una identidad en movimiento, la utopía móvil. Cabe señalar que, como bien remarca Melo: “Los libros y las películas son parte de la vida de las personas y se aprende en ellos cosas de la vida” (Ídem: 14). Es decir, como diría Oscar Wilde, “la vida imita al arte”, por lo que también será importante su análisis como potencia para la organización de nuevas formas-de-vida.
La literatura, como posibilidad de representar no la realidad sino un estado de la imaginación, ha sido uno de esos lugares donde se ha planteado la temática de los “espacios” en relación a una identidad gay en construcción. En The City and the Pillar de Gore Vidal, Queer de William de Burroughs y The dancer from the dance de Andrew Holleran es posible encontrar la evolución histórica de la relación entre los lugares de tránsito y socialización, y la legitimación de una cultura gay, poniendo como punto de inflexión la revuelta de Stonewall-in, que sentó los precedentes para una nueva forma de organización espacial de la sexualidad.
The City and the Pillar
En The City and the Pillar de 1946 es posible observar la representación de un “territorio ajeno”, una alienación espacial de los lugares de socialización públicos. El bar aun es un espacio difuso, donde la posibilidad de entablar una relación con un par o alguien con quien tener sexo implica un trabajo hermenéutico. No es inocente que la breve aventura amorosa entre Jim y Bob se concrete en una cabaña alejada, en el cobijo de la noche (Vidal, 1997: 49-50). El gay se ve obligado a leer el lenguaje corporal o el código de vestimenta para poder iniciar un intento comunicación efectivo, ya que el bar es un lugar institucionalizado como punto de encuentro para heterosexuales y aún no hay ningún espacio público de pertenencia que permita otra expresión sexual. Frente al riesgo de “equivocarse” y “ser descubierto” se genera la obligación de realizar una performance, de estar en pose. Aun habiendo encontrado a un par, no hay exteriorización, la comunicación se mantiene al nivel de la sugerencia, lo implícito, lo tácito.
Ante esta situación de identidad velada, sólo existe la posibilidad de actuar como un doble-agente, como si fuera una película policial. Estar ahí significa no-estar-siendo, en tanto sea imposible ejercer la sexualidad libremente. El no encontrarse “ahí afuera” invita a una reacción de interiorización, la relación se lleva al ámbito privado. El único lugar donde se vuelve posible una experiencia relativamente libre de la sexualidad es en el que ofrezca la seguridad de salvaguardar la identidad. “Relativamente libre” significa que aún está condicionada, es decir que ésta tensión entre público y privado genera una contraposición obvia de secreto-aceptación. Se vuelve imposible el vivir una vida plena mientras el afuera, enorme y coercitivo, plantea una relación de negación y resistencia frente a la diferencia.
Esta tensión entre el afuera y el adentro puede observarse en la relación entre Jim y Shaw, el famoso actor cuya sexualidad es un secreto a voces. Si bien corren los rumores sobre la sexualidad de Shaw, todo se reduce al contacto privado, a las fiestas en la mansión. A su vez, esta relación con el ámbito privado del hogar generalmente supone una reduplicación de los valores burgueses de la pareja. La constitución de la relación sigue siendo bajo cierto aspecto de lo femenino-masculino, con valores como la monogamia y la fidelidad.
La imposibilidad de una nueva experiencia con el espacio que los rodea impide la concepción de otros tipos de socialización y relación. La vida en el hogar es una experiencia a partir de lo ya dado, de una herencia cultural que no es propia, pero que a su vez, aun asumiendo esos valores, es imposible de exteriorizar por la hetero-normatividad imperante. En consecuencia, toda sexualidad ejercida fuera del ámbito privado y de los valores burgueses se transforma automáticamente en prostibularia.
Queer
Frente a esta experiencia urbana de la novela de Gore Vidal, William Burroughs ofrece la representación de un doble espacio: la frontera y el gay-bar. Queer, escrita entre 1951 y 1953 pero publicad recién en 1985, es una experiencia fuera del territorio nacional, y no solo eso, es también la experiencia en un territorio donde las leyes que rigen la organización social son inestables. Incluso es posible suponer que es un espacio de creación de leyes continuo, ya que la falta de una regulación explícita propone la ley del más fuerte.
El extranjero, como lugar, es siempre una nueva posibilidad de experimentar la sexualidad bajo nuevas leyes, nuevas cosmovisiones, pero también es el auto-exilio (como también es posible observar en El cuarto de Giovanni de James Baldwin). Lee vive explícitamente su sexualidad e incluso puede identificar donde buscar sexo y quienes son los homosexuales del lugar. Lee traslada las relaciones políticas y sociales de las relaciones entre Estados Unidos y México a su experiencia sexual con Allerton, que rápidamente se vuelve colonial y mercantil. Lee ejerce poder sobre Allerton a través de su dinero. No hay otra ley, no hay contexto social que imponga, regule o sugiera otro tipo de relación que no sea la del poder. Tener dinero, en un terreno salvaje como la Ciudad de México, significa poder imponer leyes, pero ésta relación colonial tiene sus costos. Es imposible mantener la de forma duradera. Al no haber condición de igualdad, Lee se ve frente al dilema de pretender una relación real pero bajo un contrato. Nuevamente el espacio donde se ejerce la sexualidad, condiciona las formas de la misma.
Lo que se encuentra en México es una proto-comunidad colonialista. Están unidos, más que por su sexualidad, por su condición de exiliados. No exiliados en Europa, donde la organización social permite una relación de pares, sino en un país “salvaje”. La inexistencia de una verdadera organización social de la comunidad homosexual, en este caso, supone la imposibilidad de un ordenamiento, de una construcción. Si bien el bar aparece como punto de encuentro, no es tanto por resultado de una militancia o una construcción como de la anomia territorial.
Aun salvando las diferencias, el bar mexicano permite ver un adelanto de lo que será después el gay-bar norteamericano. La situación de haunting, en su variante no mercantil, se transformará en la figura central de los meetings o fiestas. Los bares no tienen, en ningún momento, una función puramente social o lúdica, sino que son el espacio de búsqueda sexual. La imposibilidad de un encuentro público sin caer en la equivocación de encarar a un heterosexual genera que los puntos de reunión aglutinen varias funciones sociales: lugar de reunión y comunicación, lugar de identificación y de encuentro sexual.
Los disturbios de Stonewall-inn suponen un punto de inflexión en la forma de organización y legitimación de los espacios de la comunidad gay. Presa del limbo legal que suponía estar entre las manos de la mafia y de una policía, quienes concurrían al bar se vieron obligados a dar un paso adelante. Como diría Camus en El hombre rebelde, un hombre que dice que no, es alguien que también está afirmando desde el primer paso.
Stonewall-inn ya era un espacio de encuentro totalmente constituido: sus propias reglas, su propia clientela. Con límites marcados, con una identidad marcada, perder el espacio significaba perder también una porción de libertad y legitimidad ganada. La defensa de Stonewall es el ejemplo de como la construcción de espacios es paralela a la de identidades. La creación de la diferencia, de un nuevo lugar donde poder “ser”, donde poder hacer la vida más vivible, aunque sea por un periodo de tiempo determinado, es la respuesta revolucionaria de una identidad que se afirma negando la coerción social del status quo. Como señala Donal Webster Cory en El homosexual en Norteamérica:
[…] la sociedad hace cuánto puede para destrozar a esas personas, para obligarles a vivir de un modo reprensible, para cerrarles las puertas que conducen a mejores condiciones de vida, y después alega que los caminos de la perdición que se han visto forzados a seguir, como justificación de su hostilidad contra ellas (Cory, 1969: 61)
La defensa de un espacio es el paso a seguir después del comming-out o incluso es su faceta definitiva: yo soy y este es mi lugar, perderlo es morir.
The Dancer from the Dance
Por último, The Dancer from the Dance es el despliegue de un devenir constituido. En contraposición a los valores burgueses de hogar y familia, la comunidad gay de New York contrapone una vida en movimiento. ¿Cómo distinguir al bailarín de la danza? La ciudad entera se transforma en una superficie de exploración. Southerland, el rey de la noche, declara en una conversación con Malone, joven recientemente iniciado en la vida nocturna gay de la ciudad, lo que podría ser el manifiesto que explique el porqué del estilo de vida fugaz:
¿Qué incentivos, podemos preguntarnos legítimamente, conserva la vida para nosotros? ¿En favor de qué levantarse de la cama? ¿De esa fatigosa noria de divertidas insinceridades? ¿De esta inmunda sociedad burguesa que los aristotélicos nos impusieron? No, todavía tenemos la opción de vivir como dioses, como poetas. Lo cual nos lleva al baile. Si, -afirmó volviéndose hacia Malone- eso es lo único que queda cuando el amor desaparece: el baile. (Holleran, 1981: 98)
La caída del amor no es otra cosa que la caída del amor burgués. Frente a la estabilidad y el anquilosamiento se propone la vida en movimiento, el sexo sin compromisos. El dinero no tiene otro valor que el del intercambio, no hay nada más importante que la imagen y el disfraz. El nuevo paradigma dice intensidad antes que estabilidad y duración. La superficialidad de las relaciones, de la vida sin trascendencia transforma al hombre en un manojo de pólvora. Los resultados de esta vida pueden verse cuando la novela remarca como aquellos que llegan a viejos viven en barrios marginales, sin un centavo y sin la belleza de su juventud. Vivir es transformarse en una onda expansiva que al mermar sus fuerzas quedará estancada en los márgenes de la ciudad y de la vida misma.
Malone, por el contrario, muestra a la persona nostálgica del amor como experiencia trascendental. Southerland ya es un flaneur de Nueva York, que busca vergas grandes y experiencias en baños o parques, pero Malone se siente presa del vacío. Alguna vez creyó que otro tipo de amor era posible. Repitiendo la misma secuencia mencionada en anteriormente, la casa aparece como ese espacio reservado para la intimidad y la pareja tradicional. Malone sueña con una casa blanca, con hijos, con una pareja, sin embargo haber vivido la vorágine de la ciudad lo pone en un dilema. Cómo amar si ya ha sido corrompido por la vida sin futuro, por el día a día de las relaciones sin compromiso, en las que siquiera el dinero tiene un gran valor. No se vive para ser rico ni para ahorrar, solo funciona como combustible para sostener la intensidad del estilo de vida.
En Dancer from the Dance ya existe una convivencia de espacios entre heterosexuales y homosexuales, pero la línea divisoria esta signada por una cuestión cronológica. Mientras los demás duermen, ellos toman las calles, los parques, las discotecas, las mansiones. El baile se transforma en una metáfora de la vida, un desplazamiento sobre la superficie a un ritmo determinado. La música non-stop motiva al fluir del movimiento, donde las parejas bailan, se tocan y se intercambian sin siquiera cruzarse una palabra.
El espacio de la discoteca establece una nueva relación de los cuerpos. Explicita la fisicalidad de las relaciones homosexuales, pone en juego la estética, el brillo, el show. Bailar, moverse bien en la pista es un valor supremo, no por el simple hecho de bailar en sí mismo, sino por lo que eso significa a nivel de las relaciones. Un bailarín está cómodo con su cuerpo, fluye, es dinámico y está rodeado de la mística del encantamiento sin pronunciar ni una sola palabra. Las drogas sólo son una forma más de renunciar a la razón para poner en su lugar a la sensibilidad, literalmente, a flor de piel. Como la conversación que el narrador oye en una librería: “Pero el intelecto no te puede ofrecer ninguna razón para vivir –arguyó su compañero-. Eso ha de salir del corazón. No hay razón que justifique per se la vida. La gente actúa movida por el corazón, no por el cerebro. No hay razón para vivir”.
Los bailarines son actores de teatro de improvisación, actúan sin guion, se desplazan en un escenario que es la ciudad entera. Como si fuera alquimia, equivalencia de intercambio, sacrificar trascendencia por superficie pone el reloj a correr. Vivir, encontrar una identidad, defenderla, ganar un terreno supone, de la manera que sea, poner la vida en juego. La ciudad, con su ritmo nocturno incansable, se alimenta de sus visitantes para mantenerse viva. Conquistarla es abandonar toda fe de un amor eterno. Entrar en su ritmo, sin las concesiones de la moral hogareña burguesa, es verse enfrentado a los ojos de Baudelaire cuando la fugacidad le arrebató el amor en el poema “A una pasante”.
Bibliografía
-Burroughs, William, Queer, Barcelona, Anagrama, 2002
–Holleran, Andrew, El danzarín y la danza, Barcelona, Argos Vergara, 1981.
-Melo, Adrián. El amor de los muchachos: homosexualidad & literatura. Buenos Aires, Ediciones LEA, 2005.
-Vidal, Gore, La ciudad y el pilar de sal, España, Grijalbo Mondadori, 1997.
-Webster Cory, Donald. El homosexual en Norteamérica. México, Compañía General de Editores, 1969.
Sobre el autor:
Alan Ojeda (1991) Cursó el CBC en el 2009. Es Licenciado en Letras (UBA), Técnico superior en periodismo (TEA) y se encuentra cursando la maestría en Estudios Literarios Latinoamericanos en la Universidad Nacional Tres de Febrero. Es docente de escuela media, periodista e investigador. Coordinó los ciclos de poesía y música Noche Equis y miniMOOG, y condujo el programa de radio Área MOOG (https://web.facebook.com/area.moog); colabora con los portales Artezeta (www.artezeta.com.ar), Labrockenface (www.labrokenface.com), Danzería (www.danzería.com), Kunst (http://revistakunst.com) y Lembra (http://revistalembra.com). Es editor de Código y Frontera. Publicó los poemarios Ciudad Límite (Llantodemudo 2014), El señor de la guerra (Athanor 2016) y Devociones (Zindo&Gafuri 2017). Actualmente se encuentra realizando investigaciones sobre literatura y esoterismo.