Una cuestión

*Traducción autorizada de la entrada de G. Agamben del 14.04.2020 publicada en quodlibet.it, por Federica G. Luna

La peste marcó el inicio de la corrupción para la ciudad… Ya ninguno estaba dispuesto a perseverar en aquello que previamente consideraba bueno, pues creía que podría morir, quizá, antes de alcanzarlo.

Tucídides, La Guerra del Peloponeso, II, 53

Quisiera compartir una cuestión, con cualquiera que así lo desee, en torno a aquello que hace más de un mes no ceso de reflexionar. ¿Cómo fue posible que un país entero haya colapsado ante una enfermedad sin  percatarse de ello en términos éticos y políticos?  Las palabras que he utilizado para formular dicha cuestión han sido evaluadas atentamente una a una. La medida de la abdicación a los principios éticos y politicos es, en efecto, bastante sencilla: se trata de preguntarse por el límite allende el cual no se está dispuesto a renunciar a ellos. Creo que el lector que se tome la molestia de considerer los siguientes puntos no podrá estar más de acuerdo – sin percatarse o fingiendo no hacerlo – en que se ha traspasado el umbral que separa la humanidad de la barbarie.

  1. El primer punto, quizá el más grave, concierne a los cuerpos de las personas muertas. ¿Cómo hemos sido capaces de aceptar, únicamente en nombre de un riesgo que ni siquiera podemos precisar, que las personas queridas y los seres humanos en general no solamente fallezcan solitarias, sino que –cosa que jamás se había vivido en la historia, desde Antígona hasta el presente – sus cadáveres sean quemados sin funeral alguno? 
  2. Además, hemos admitido sin problema, únicamente en nombre de un riesgo que no es posible precisar, limitar nuestra libertad de movimiento en una medida jamás vista antes en la historia del país, ni siquiera durante la guerra mundial (el toque de queda, durante la guerra, estaba limitado a ciertas horas). Consecuentemente, hemos admitido, solamente en nombre de un riesgo que no podemos precisar, suspender de facto nuestras relaciones amistosas y amorosas, pues el prójimo se ha convertido en una posible fuente de contagio.
  3. Todo ello ha podido sobrevenir –y aquí tocamos la raíz del fenómeno – por haber escindido la unidad de nuestra experiencia vital, la cual consiste siempre en una experiencia inseparablemente corpórea y espiritual, en una entidad puramente biológica por una parte y en vida afectiva y cultural, por la otra. Ivan Illich ha mostrado, y David Cayley lo ha recordado recientemente, que la responsabilidad de la medicina moderna en lo tocante a dicha escisión se da por sentada y que, más bien, se trata de la mayor de las abstracciones. Sé bien que dicha abstracción la ha realizado la ciencia moderna a través de dispositivos de reanimación, que son capaces de mantener un cuerpo en estado de pura vida vegetativa.

No obstante, si esta condición se extiende más allá de los confines espacio-temporales que le son propios, tal como se intenta hacer actualmente, y si deviene una suerte de principio de comportamiento social, se caerá entonces en una contradicción de la cual no hay salida. 

Sé que alguno se apresurará a responder que se trata de una condición limitada temporalmente, trás la cual todo retornará a ser como antes. Resulta ciertamente peculiar que se pueda repetir esto, tal vez sin mala fe, pues, desde el momento en que las autoridades mismas proclamaron la emergencia, no cesan de recordarnos que cuando la emergencia sea superada, se deberá continuar observando las mismas instrucciones y que el “distanciamiento social”, como se le denomina con singular eufemismo, constituirá el nuevo principio de organización social. 

En este punto, dado que he apelado a la responsabilidad de cualquiera de nosotros, no puedo dejar de mencionar la responsabilidad, aún más grave, de aquellos que debieron cumplir con la tarea de vigilar la dignidad del hombre. En primer lugar, la Iglesia, habiendo devenido sierva de la ciencia –que ya es la religión de nuestro tiempo –ha renunciado radicalmente a sus principios esenciales. La Iglesia, bajo el Papa llamado Francisco, ha olvidado que Francisco abrazaba a los leprosos. Ha olvidado que una obra de misericordia consiste en visitar al enfermo. Ha olvidado que los mártires enseñaron que se debe estar dispuesto a sacrificar la vida antes que la fe; y que renunciar al prójimo significa renunciar a la fe. Otra categoría de labores que asímismo ha fracasado es la de los juristas. Desde hace tiempo estamos acostumbrados al uso imprudente de decretos de urgencia, mediante los cuales el poder ejecutivo sustituye de facto al legislativo, aboliendo aquel principio de la separación de poderes que define la democracia. No obstante, en este caso, todo límite ha sido superado y se tiene la impresión de que las palabras del primer ministro y del jefe de protección civil adquieren el status de ley inmediatamente, como se decía de las palabras del Führer. Y no se ve claro, una vez excedidos los límites de la validez temporal de los decretos de urgencia, cómo se podrán mantener estas limitaciones de la libertad, tal como se proclama. ¿Con qué dispositivos legales? ¿Con un estado de excepción permanente? Es tarea de los juristas verificar que las reglas de la constitución sean respetadas, pero éstos callan. Quare silete iuristae in munere vestro?

Sé que invariablemente no faltará alguno que haya realizado este grave sacrificio en nombre de los principios morales. A ellos les recuerdo que Eichmann, aparentemente en buena fe, no se cansaba de repetir que había hecho lo que hizo a conciencia, por obedecer aquello que consideraba ser precepto de la moral kantiana. Una norma que afirme que se debe renunciar al bien para salvar el bien es igualmente falsa y contradictoria tal como aquella que, en nombre de la protección de la libertad, impone renunciar a ella. 

13 de abril de 2020

Giorgio Agamben


Federica Gonzalez Luna Ortiz
Latest posts by Federica Gonzalez Luna Ortiz (see all)