Traducción de Federica G. Luna autorizada por quodlibet.it
Aquello que impacta de las reacciones a los dispositivos de excepción que se han introducido en nuestro país (y no solo en el nuestro) reside en la incapacidad de observar más allá del contexto mediático, donde éstos parecen operan. Por el contrario, como debería hacerlo el análisis politico, pocos son los que intentan interpretarlos como síntomas y signos de un experimento más amplio, en el cual está en juego un nuevo paradigma de gobierno para hombres y cosas. En un libro pubicado ya hace siete años, que debería leerse hoy atentamente, (Tempêtes microbiennes, Gallimard 2013), Patrick Zylberman describió el proceso por el cual la seguridad sanitaria, que había permanecido hasta entonces al margen de los cálculos políticos, estaba convirtiéndose en parte esencial de la estrategia política estatal e internacional. Esto no es nada más que la creación de un “terror sanitario” como instrumento para gobernar aquello que se ha definido como el “worst case scenario”, el peor de los escenarios. Y, de acuerdo con esta lógica de lo peor que en el 2005 ya había sido anunciada por la organización mundial de la salud: “ la llegada de dos a 150 millones de muertes por la influenza aviar”, se sugería una estrategia política para la cual los estados de entonces no estaban preparados. Zylberman muestra que el dispositivo sugerido se articulaba en 3 puntos: 1) construcción, sobre la base de un riesgo posible, de un escenario ficticio donde los datos se presenten a modo de favorecer comportamientos que permitan gobernar en situaciones extremas; 2) adopción de la lógica de lo peor como regimen de racionalidad política; 3) la organización integral del cuerpo de los ciudadanos a modo de reforzar al máximo la adhesión a las instituciones de gobierno, produciendo una suerte de civismo superlativo, donde las obligaciones se presenten como prueba de altruismo y el ciudadano no tenga más derechos a la salud (health safety), sino que éstos se transformen en obligaciones a la salud (biosecurity).
Aquello que Zylberman describía en el 2013 se ha constatado hoy puntualmente. Es evidente que, más allá de la situación de emergencia ligada a un cierto virus que quizá en el futuro deje el puesto a cualquier otro virus, lo que está en cuestión es el diseño de un paradigma de gobierno cuya eficacia supera por mucho la de todas las formas de gobierno que haya conocido la historia política de Occidente hasta el presente. Si en la decadencia progresiva de las ideologías y la fe política, las razones de seguridad han logrado que los ciudadanos acepten las limitaciones de su libertad, que antes no podían aceptar, la bioseguridad se ha mostrado capaz de cesar absolutamente toda actividad política y cualquier vínculo social, como la forma máxima de participación cívica. Esto ha llevado a la paradoja de que las organizaciones de izquierda, que tradicionalmente estaban acostumbradas a reivindicar los derechos y denunciar las violaciones a la constitución, acepten sin reserve las limitaciones de la libertad impuestas por decretos ministeriales privados de toda legalidad; cosa que ni siquiera el fascismo fue capaz de soñar como algo posible.
Evidentemente – y la misma autoridad del gobierno no cesa de recordarlo – el así denominado “distanciamiento social” llegará a ser el modelo de la política que avanza, (como han anunciado los representantes de la así llamado task force, cuyos miembros se encuentran en conflicto flagrante de intereses con la función que deberían ejercer) y aprovechará este distanciamiento para sustituir, por doquier, los vínculos humanos en su corporalidad, ahora convertidos en sospechosos de contagio, por los dispositivos tecnológicos digitales (entiéndase, contagio político). Las lecciones universitarias, como ha recomendado el MIUR, se seguirán haciendo online el próximo año, no se reconocerá nadie más al mirarse el rostro, cubierto por un tapabocas, sino a través de dispositivos digitales que reconocen datos biológicos, ya recogidos obligatariomente, y cualquier “acercamiento”, por razones políticas o simplemente por simpatía, seguirá prohibido.
Lo que está en cuestión es la concesión completa de los destinos de la sociedad humana, desde una perspectiva que, en muchos aspectos, parece haber adquirido de las religiones ya desvanecidas: la idea apocalíptica del fin del mundo. Luego de que la política fuera sustituída por la economía, incluso ésta deberá integrarse al nuevo paradigma de bioseguridad para poder gobernar, al que se sacrificará, además, cualquier otra exigencia. Es legítimo preguntarse, entonces, si una sociedad tal podrá definirse aún como humana o, si la pérdida de los contactos sensibles, del rostro, de la amistad, del amor pueda compensarse realmente por la seguridad sanitaria abstracta y, presumiblemente, completamente ficticia.
11 de mayo de 2020
Giorgio Agamben
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