GOSPEL FOR THE LIVING ONES

We began building mom’s 

home the day the bombings 

began. First it was the smoke. 

Later it arrived the fire as

an unwanted citizen. Breakfast

has become your dust. We don’t

cry, we walk alone and together 

but we don’t cry. We wake up

under the plain light coughing

as if we were fishes stuck over

the sand. We hear you when you

call, saying “Hamas,” but we don’t

know you any well. God’s sake

can’t speak with those voices,

neither love. My story, my birth,

now even my death is made of

dust and rock. You want to 

feed us with “Hobsora” as if

that nutrition was not known

among us. If I could use “I”

instead of being always “We,”

I would send my white dove 

to our children 

wandering in the streets

of The Land, but we are more

than a common “I.” Our cosmos

is not made of war. We used to

dream with the oasis and building

mom’s home. Now, while we wait

to set the first brick again,

I could only send my white dove

to our little friends in Gaza.

Machine Gun Confusion

The shapes are that of two people.
They do each have a soul,
But it’s hard for them to remember who they are,
When they constantly get new bodies,
And brains filled with memories.

Some of these brains lack certain qualities, 
Like proper impulse processing,
Or the ability to produce oxytocin. 
Sometimes these beings look down and find,
That they have machine guns in their human hands.

Every time my prison cell opens,
And these two prison guards come through the door,
They have a disgusting and awkward look of displacement,
A look of being forced to live as someone else,
Wondering what is the essence of a soul?

I Can Only Wonder

If we are always foreigners when one 

of us walks across the Pont de Sully

[what is then foreigner?] 

I can only wonder 

It is not the color 

the sun gave us,

a hue can’t 

be a foreigner,

and the sun can’t 

make someone 

become a foreigner.

I can only wonder 

Is it something that emerges from 

our dark pupils while we 

contemplate their strange buildings,

as if each of those constructions was

a tiny piece of the labyrinthine puzzle 

that they stubbornly call “city”? 

I can only wonder

But don’t pay much attention to my words,

it is only my [our] wandering soliloquy,

a conversations that I have with a wave 

of borrowed voices that aren’t mine. 

Because when I think about home

a soft whisper invades my memory

and I imagine that back in Essaouira

there is someone sitting at a table 

awaiting my arrival to have dinner

while we talk about the years I spent abroad

seeking for an alley that I couldn’t find. 

I can only wonder 

Because a Parisian attic has nothing in common with the undulant floating of a fishing boat amidst the Atlantic Ocean, and as I keep walking through the labyrinthine streets of this endless city, where people are so proud of a tower with flickering lights, I can’t avoid pondering [while I look at the top of that famous tower] that “a poet living in an attic has nothing in common with a fisherman pulling with his arms the heavy fishing net with the catch of the day: [sardines] [mostly sardines] [only sardines].

And Paris [where you/he/she and I/We/Us are always foreigners] has nothing in common with a camel carrying tourists alongside the Moroccan shores while a few blonde young men practice windsurfing as if that ocean was their own garden.

And each night [before I turn off the lights of my rented room] when a voice from the other side of the Gibraltar Strait whispers straight into my ear that the catch of the day was better than the day before and that a plate of dried dates is still waiting for me on the table, I can only wonder, as if the voice was still whispering inside my ear, that life down there [in the Maghreb] is also a gift from god.

Inshallah” 

[is all I hear while I’m immersed in total darkness]

[in a rented room]

[in a land that is foreign because the wind blows like a jab in the stomach]

and all I can think about is if that table will be there the day I return to the place I call [home].

Inshallah” 

[but what does that mean while I’m 

immersed in this foreign darkness?]

I can only wonder

Before Lockdown

Cuando cruzar un puente al aire libre era parte de la normalidad

(autoetnografía)

“Y el tiempo dirá si al final nos valió lo dolido,

perderme, por lo que yo vi, te rejuvenece, ay

la vida es más compleja de lo que parece”

La vida es más compleja de lo que parece

JORGE DREXLER

NOTA PRELIMINAR 

Esto ocurrió justo en los albores del siglo veintiuno (el nuevo milenio no tenía ni siquiera la edad suficiente para ser admitido al kindergarten del siglo que comenzaba), en un momento histórico que, analizado desde las restructuraciones en la economía global y el auge en las infraestructuras tecnológicas que se denominaban de punta, auguraban el principio de un milenio que sería el escenario de cambios radicales en la imaginación humana gracias al desarrollo económico y la puesta en escena de un cosmopolitismo “con rostro humano” que facilitaría los intercambios globales entre individuos, colectividades e incluso regiones sin aparentes lazos históricos, comerciales o etnológicos. Era el inicio de una quimera que, en mi caso, comenzó a paso veloz y bajo una filosofía personal anclada en la búsqueda de la autonomía radical y la implausible utopía de una economía planetaria con la capacidad de establecer “puntos y aparte” con una velocidad inusitada a las desigualdades sociales que dominaban la vida de la gran mayoría de la población planetaria/global.   

I

Llegué a la Gare d’Austerlitz a las siete de la mañana procedente de la Estación de Sants de Barcelona. Estaba nublado y lo primero que hice fue buscar con el olfato y mi intuición de estudiante del mapa urbano de París al literario río Sena, persuadido, como tantos otros, por mis lecturas de autores franceses decimonónicos: Gautier, Baudelaire, Rimbaud, Huysmans, Zola… Cuando al fin miré las aguas rancias y grises del Sena por vez primera, saboreando la quiche de espinacas que había comprado en un mercadillo a un lado de la estación de Austerlitz, no imaginé que iba a recorrer, de sur a norte y viceversa, ese río lánguido todos los días durante una larga temporada. Mis esperanzas artístico-literarias no tardaron en desvanecerse, igual que mis ahorros, ignorante de que el París al que llegaba hacía muchísimo tiempo que había desmenuzado y digerido la poesía y las narraciones literarias que permitían a multitud de personajes deambular con un café en el estómago por los Campos Elíseos con un escueto puñado de francos: lo que llevaba en el bolsillo apenas me duró para medio comer unos días, pues había llegado, también, justo en los albores de la dura gravedad de los Euros. París ya no sólo era Francia, porque Francia y su capital ya eran parte de Europa y de un proyecto geopolítico supranacional que hiciera posible la circulación de un nuevo tipo de moneda por todo el orbe de los intercambios económicos. Ante tal situación, más consumida por las fórmulas acuñadas por economistas integrados a la Umberto Eco que por las plumas perezosas de los mejores representantes del nouveau roman, ansioso y aterido por la imposibilidad de encontrar a un “amigo” cibernético que había prometido proporcionarme alojamiento en su sillón, me acostumbré a tumbarme a dormir y dormitar -sentado e inclinado con la cabeza entre las manos- en las butacas de las paradas de autobuses cerca de la estación de Austerlitz. Así fue como aprendí a medio dormir aquella temporada en ese infierno urbano que el adolescente Rimbaud había descrito como una belleza amarga. 

  
[Selfie en el Pont Neuf, París, circa 2002]

II

Esa fue mi primera temporada en París, aferrado a la evasiva de regresar a México antes de lo proyectado, bajo la protección de una serie de estrategias de supervivencia que con el paso de los días sólo se consolidaban hasta el punto de llegar a convertirse en parte de mi personalidad hasta el año que hoy camina a paso de pandemia. Así que me aferré a la calle, que fue fría y poco amable, por dos motivos: el primero, que no sabía en ese momento si iba a lograr regresar a París en un futuro hipotético. La oportunidad estaba frente a mí, no como la deseaba, pero ahí estaba. El segundo motivo era que a mis veinte años apenas cumplidos ya tenía ciertas pretensiones literarias, por lo que la calle parisina me pareció en aquel momento una etapa forzosa en el largo y exhaustivo sendero de la escritura. Aunque esto, hoy, me parece una falacia, es decir, lo de sumar la calle con la escritura con la pretensión de lograr páginas inolvidables. Además, durante todo el tiempo que trajiné de la Gare d’Austerlitz a la Gare du Nord, no sin dejar de visitar el resto de las estaciones de trenes de la ciudad, entre las que la Gare de Lyon me impresionó por la estructura metálica de su nave, de una manera similar a la impresión que le ocasiona la nave metálica de la Gare d’Austerlitz al personaje principal de la novela homónima de W.G. Sebald. Si soy sincero, no escribí nada, no pude escribir nada, apenas unas cuantas notas que con el paso del tiempo carecen de sentido, dirección y sustancia. Toda mi atención era absorbida por la observación continua del siguiente trecho de calle que esperaba mi paso ágil y perentorio, como si tuviera un lugar concreto en el que debía presentarme con un propósito que si bien no era totalmente misterioso si escapaba incluso a mis expectativas estéticas. Transcurría casi todo mi tiempo domando el hambre, que había afincado su residencia de manera permanente en mi cuerpo, dormitando en las bancas de jardines y parques, y acostumbrado, con enfermiza inocencia, a no perder mis pertenencias, que se resumían a lo que llevaba puesto y un reloj de pulso (el poco dinero que llevaba encima lo repartía entre el interior de una de mis botas y la guarida impenetrable de mi ropa interior.) Cargaba un saco militar entre azul marino y ceniza, donde atesoraba una vieja cámara fotográfica semiautomática Minolta de 35 mm que durante mi infancia se había convertido en reliquia familiar; además, en el saco militar llevaba un cepillo y pasta de dientes, un rastrillo y jabón de barra, un recipiente cilíndrico con protector solar, una toalla ligerísima cuyo color he olvidado y una casaca del París Saint-Germain, la que usaban como locales en el estadio Parc des Princes antes de que la firma estadounidense Colony Capital comprara el club en 2006.

III

La toalla de poco me sirvió, pues durante los meses a la intemperie en la capital francesa sólo pude ducharme una vez, justamente en los baños/regaderas de la Gare d’Austerlitz, estación que se convirtió en mi punto de auto-encuentro y desencuentro conmigo mismo. Y donde, sentado en una butaca, mientras miraba con poca atención las llegadas y partidas de trenes, elegía las estrategias de supervivencia del resto del día y el comienzo del próximo día. Aunque, como es imposible falsear la historia personal al punto del autoengaño, con frecuencia mis estrategias desembocaban en ensoñaciones donde la luz y el sopor llegaban a conformar visualizaciones cuasi salidas de la realidad virtual o incluso en delirios que debido al hambre semejaban simulaciones anticipadas de lo que en la actualidad nos parece sencillo designar realidad aumentada. Por ejemplo, una noche, ya cuando comenzaba a hacer ese viento frío que asola las calles otoñales parisinas, más flaco que una vara y más solo que un aullido de lobo estepario, ya invadido de desesperación, en un instante en que el hambre y el deseo de dormir en una cama impulsaban en tándem mis pasos, ya agotado de llevar mi saco militar pendiendo a un costado de mi espalda, desilusionado del Sena y la famosa catedral de Notre Dame (ahora en reconstrucción), hastiado de cruzar los interminables puentes que llevan de un lado a otro como si se tratara de abrir y cerrar los ojos ante el misterio ya sin la capacidad de sorprenderse, abandonado frente a mi propia arrogancia juvenil, delirante al punto de creer que todos mis problemas y mi falta de sueño se debían a mi diario ejercicio de cargar la toalla y el recipiente cilíndrico con protector solar, los tiré a la basura, en uno de esos contenedores para la basura que parecen salidos de un catálogo de diseñador demasiado costoso que hay en los pabellones exteriores del Louvre. Así que me quedé sin toalla y sin protector solar. Quería culpar a alguien, pero no tenía suficientes fuerzas para pensar ni meditar, como Descartes lo habría hecho, el propósito concreto de mis acciones de androide abrumado por no lograr hallar un sitio para recobrar la energía vital y sensorial que necesitaba para hacer frente a la realidad más próxima que constantemente se avecinaba como un Gregor Samsa ya transformado en escarabajo gigante. 

IV

Después de deshacerme de esos objetos que me parecían onerosos, me dediqué a recorrer sin descanso la ribera del Sena y, a ratos, me concentraba en el flujo grisáceo y la torre famosa que despuntaba en las distancias infalibles de París. Si hubiera sido el personaje de una película independiente que buscaba enfocar un fragmento de la génesis de un aspirante a artista perdido en un mundo que siempre ha sido flotante -parafraseando el título de la novela de Kazuo Ishiguro– y que día a día se oscurecía por dentro ante la inminencia irreversible de la sucesión de instantes que se acumulaban en su cuerpo, mientras caminaba intentando apresar sin éxito una angustia amorfa y escurridiza. Tal escena hubiera tenido como tema sónico de fondo la versión acústica de “Present Tense” que Jonny y Thom interpretan como si se tratara de un dúo inseparable; ese hubiera sido sin duda uno de los temas del soundtrack de esa etapa de mi adolescencia tardía, incluso aunque el mundo aún no sabía que “Present Tense” circularía en la realidad sónica hasta el año 2016. 

V

Durante toda mi estancia en esa ciudad que llegó a convertirse en un no-lugar, sólo establecí un contacto complejo con dos personas: Kanu, un nigeriano que buscaba la manera de ir a Madrid a reunirse con su hermana (quien le ayudaría, según él, a encontrar trabajo, pese a que no sabía ni siquiera decir “hola” en español) y Rafaelito, un dominicano que se unió a Kanu y a mí solamente durante una noche. La historia de Rafaelito es breve, así que la contaré. Kanu y yo estábamos sentados, dormitando, en las butacas de la estación de Austerlitz mientras el tal Rafaelito, vestido de límpido blanco, aguardaba desesperado frente a nosotros. Llevaba tanto tiempo sin hablar en español con alguien que no fuera yo mismo, que me animé, por su apariencia, a preguntarle si era latinoamericano. Me explicó con una dicción más veloz que un tren bala que había llegado a París por la tarde y que a las cinco de la mañana tenía que tomar un tren para ir a España, según él a pasar unas vacaciones que iba a sufragar con lo que obtuvo con la venta de su automóvil allá en Santo Domingo. Describió el auto como un tremendo sedán con toda clase de añadiduras apantallantes: alerones cromados, un estéreo con magnífico sonido, llantas más redondas que el planeta Tierra, etcétera… En fin, el tal Rafaelito iba a estar ahí sólo por unas cuantas horas, así que esperaba, impaciente, deseoso de llegar a Madrid para comenzar con las vacaciones de su vida, porque, como dijo un par de veces, su sueño era conocer la capital española y ver con sus propios ojos la Plaza Mayor y la Fuente de Cibeles. Le pregunté si había estado antes en París. Negó con la cabeza. Así que sin dilaciones le propuse guiarlo por la ciudad para que por lo menos pudiera ver Notre Dame y el turbio río Sena. Lo llevaría, le propuse, a cambio de que nos comprara a Kanu y a mí un bocadillo de jamón y una rebanada de pizza en un establecimiento que estaba abierto las veinticuatro horas frente a la estación. A Rafaelito le pareció razonable la oferta y sin más demoras, pese a que era casi medianoche, cruzamos el Bulevar del Hospital, conseguimos las provisiones, y luego nos encaminamos hacia Notre Dame con Rafaelito siempre a la zaga porque llevaba arrastrando su equipaje con rueditas por las calles irregulares de la ciudad de las luces amargas (en el camino, nos hicimos una foto con mi Minolta, adjunta al final de esta autoetnografía). 

VI

La historia de Kanu es más compleja, por eso no la contaré con todos sus detalles. Sólo es necesario saber que pasamos juntos varias semanas. Lo encontré, también, en la estación de Austerlitz y le ofrecí un pedazo de chocolate y un trago de leche (mi desayuno-comida-cena del día). Tomó el chocolate y rechazó con una sonrisa la leche, gesto que me hizo simpatizar rápidamente con él. Nos comunicábamos en un inglés difícil. Era común que no nos entendiéramos y que pasara todo el tiempo caminando detrás de mí, así que lo esperaba y, cuando estaba a mi lado, le pedía que caminara junto a mí. Kanu asentía con una sonrisa y una expresión de amistad, pero progresivamente me perdía el paso hasta recobrar la distancia que nos separaba como el leitmotiv de nuestras caminatas cotidianas. En una ocasión me explicó, sin dejar de asentir con movimientos de la cabeza, que yo caminaba demasiado rápido, pero no me pidió desacelerar ni cambiar el ritmo de nuestras exploraciones por tantos barrios parisinos como nos fue posible, buscando a veces con insistencia en el Barrio Latino algún signo de latinidad que justificara tal nombre, pero siempre desembocábamos un tanto desorientados en la Plaza de la Bastilla. Mi triunfo fue hacerlo beber leche, justo una mañana que me explicó con extrema cordialidad que esa tarde teníamos que caminar hasta una estación de autobuses para que abordara el ómnibus que lo llevaría a Madrid donde buscaría a su hermana. Me mostró el boleto (París-Madrid, con la fecha exacta de ese día), que llevaba escondido debajo de los pantalones y un pedazo de papel con el número telefónico de su hermana. Cuando al fin llegamos a la estación de autobuses, nos separamos en la calle, no sin antes compartir un abrazo y el mutuo deseo de tener suerte. 

VII

Toda esta confesión, a guisa de ensayo personal, viene hoy a cuento porque al leer la última entrada de Forum Nepantla, “Reseña poetizada de “Le Pont du Nord”, Jacques Rivette”, que no sólo me hizo recordar la noche que vi dos veces, de manera consecutiva, Va Savoir (2001) de Rivette porque me hizo reír como un niño por las alusiones a Heidegger -film basado en una obra de Pirandello que no le atribuyen al siciliano de Agrigento, lugar donde me hice la última fotografía con mi ex y que con frecuencia acude a mi mente por las vistas marinas que ofrece la ciudad alta de Agrigento-, sino porque una especie de inercia interior me llevó a hurgar dentro de uno de mis antiguos libros, esos que compré cuando aún era estudiante de licenciatura en la UNAM, y hallé las dos fotos que complementan este texto (mi primero en español para Nepantla), entre las páginas de la novela incompleta de Georges Perec 53 jours

[De derecha a izquierda: Rafaelito, Kanu, myself, París, circa 2002]

Reseña poetizada de “Le Pont du Nord”, Jacques Rivette

Una claustrofóbica en prisión y una gemela con un hermano igual,
            de otro país.
Una llamada por cobrar ya pagada. 
Una asesina que mata muertos. 
Una falda roja con botas negras de tacón.
Una inocente que huye de un crimen,
                                                   que cometió. 
Un Max que se bautiza.
Un torturado sin piel donde torturar. 
Una casa de ventanas sin puerta. 
Un dolor en un tercer brazo invisible.
Una cafetera para hacer te. 
Una silla que cae en el techo. 
Un pantalón sin piernas. 
Una lámpara de aceite 
                      con vinagre. 
Una sed que se sacia con arena. 
Un cuaderno de pan. 
Un hombre que asesina a su madre. 
Tres ojos ciegos. 
Dos. 
Una virgen que reza “Dios ME salve, Marie.”
Una Juana, la Bautista.

Resorte de acero.

The Many Selves of Being One Self

or a Call-for-Action Manifesto[1]

That {men} points, disregarding all kinds of prohibitions,
the avenging weapon of the idea against the bestiality
of all the beings and all the things, and that one day,
defeated - but defeated only if the world is really a world-
takes the bullets from his sad rifles like a harmless fire.
Second Manifesto, André Breton
[Can’t avoid mentioning that I ended
this piece
with the obsessive flashing effect
of the phrase
“HUMAN RIGHTS”
tattooed deep into my mindset;
therefore,
to the UN & Associates]
Hey
Been trying to meet you
Hey
Must be a devil between us
“Hey” by Pixies

I often find myself leafing through literary characters whose fictional destiny resonate with certain episodes of my life. The Unnamable (1953) by Samuel Beckett, for instance, constructs such a redundant Cartesian character, in which the obsessive and iterative monologue of the only narrative voice slowly builds a narcissistic tone that at the end of the novel cages the character in a world that has the exact shape of the head of the owner of that voice. Back in 1953, during a post-war period of multiple forms of reconstruction throughout Europe, The Unnamable appeared as a synthetic metaphor of the anxieties of a generation whose imagination was fueled with the fears brought by totalitarian regimes and economic instability. By the time I was finishing my PhD degree at UNC-Chapel Hill, the long-lasting effects of the financial crisis of 2008 whose epicenter was the United States put ahead of myself the possible fate of belonging to the top 2 per cent in terms of academic level but nonetheless having no job whatsoever. During the final stage of the PhD, while submitting job and postdoctoral applications, it was common that night arrived in front of my eyes with the computer flashing its continuous lights and the singing of cicadas making my senses feel slowly numb; it was perhaps due to the cicadas that my inner conversations followed paths that resembled certain passages of The Unnamable. Questioning even the way I was breathing seemed not only a natural analytical reflex but also a worthwhile endeavor to pursue in order to better understand – in the fashion of Heidegger’s existentialist phenomenology – the physiological meaning of being alive.

            In a similar way, Joris-Karl Huysmans’ Á rebours or Against Nature (1884), even despite the chronological distance that set Huysman’s vital time afar from mine, served as an aesthetic model for certain tropes of my own character, such as nurturing a sort of childish devotion for certain artifacts that due to the practice of conviction seemed charged with magical energies that often brought moments of amusement during my boring tenure as both graduate student and faculty member. If back in the 1990’s the Decadent movement had been captured by proto-hipsters and Generation X’s to be translated as a set of cultural practices tuned by a somewhat unmotivated ennui, Á rebours’ decadent practices departed away from a socialized cultural realm to be adapted as a set of behaviors and misanthropic attitudes that created a reclusive and isolated kingdom where the same person was both king and servant, thus suggesting that the self was an ontological edifice that contained multiple layers – or even selves – that up until the wake of the 21st century we begin to understand as the most humane way of being. Or, as it happens to many readers of Proust, each time that I’m about to take a bite of a cornetto or croissant I reminisce that precise moment in which with a cornetto all’albicocca in hand I can see myself walking among complete strangers through Piazza Duomo in Siracusa, in southeast Sicily.

            Furthermore, as my writing practices keep progressing as one of the artistic maneuvers to protect my self/selves from the “existentialist pollution” that constantly attempts to erode our integrity – even if the idealism of owning any degree of integrity appears as a narcissistic utopia, understanding integrity as the radical form of existing both ethically and artistically only within our very self without external interferences-, the simple act of beginning a new literary work makes me reflect about the aesthetic considerations that Miguel de Unamuno brought forward in his Cómo se hace una novela (How a Novel is Made, 1924-1927), a work that to put it in simple words suggests – following the Aristotelian axiom that states that the only way to becoming something is through practice – that the only way to write a novel is achieved by writing it. Back in the summer of 2015, when as a K. Leroy Irvis Fellow at the University of Pittsburgh I was assigned to teach Creative Writing, even though I had already published various works and had received even international prizes, I constantly struggled to transmit to my students a clear “formula” to write either a flash fiction or a short story. After completing the reading list, which included short stories by the kinds of Toni Morrison and Julio Cortázar and two chapters from Six Memos for the Next Millennium (1988) by Italo Calvino, one of my conclusions as the instructor was the confirmation of what Unamuno began to do since the title of How a Novel is Made.

            Therefore, how could one unpack the many selves that inhabit the subjective fiction of only being one single indivisible self? For those of us who have accepted literary fiction as one of the paths to search for existential meaning and aesthetic references, it wouldn’t be uncommon to engage in imaginative practices that aim at unfolding our personality as a complex, multiform, and polyphonic process of self creation that in the best case scenario would make us multiply our “human capital” in the form of expanding our subjective landscape. Once immersed in the meta-neoliberal logic that understands the self as a potential producer of human capital as each individual increases her/his production of subjectivities, the possibilities of self-transformation could seem virtually unlimited.

            Under this meta-neoliberal light the concepts of Movement, Resonance, and Self-Mastery acquire a new dimension as we begin to add subjectivities to the repertoire of our-selves. I’m thinking about these concepts along Calvino’s Six Memos and as the theoretical framework of an in-progress theory of Self Creation under the “new” restrictions brought upon all animal species by Covid-19, which after more than a year of being launched worldwide I understand as a biopolitical and cultural construction whose ultimate purpose is to guarantee the constant coronation of the postmodern status quo through a subtle biological repression that on the surface seems to pitch against one another entire communities from the same social class, thus softening the historical tension between the so-called lower and upper classes. This process of social and biological atomization, whose underlying conditions make us overly and superficially aware of our genetic and social alliances, has triggered a global war of mindsets that on the surface seems a dialectical consequence of the world system global scheme that placed power in regards of both geographical location and financial strength.

            Even though the concept of Movement already contains the essence of its meaning, I’m thinking about it within the broader concept of Cosmopolitanism in the sense that Kwame Anthony Appiah framed it in his homonymous book Cosmopolitanism: Ethics in a World of Strangers (2006), where he meditates about the ethical implications of engaging in a globalized identity-building process that goes beyond global tourism, among other neoliberal quotidian practices of consumption. While not every cosmopolitan individual in Appiah’s fashion may necessarily require to become a frequent flyer or a multilingual prodigy, it does require to become conscious about the fact that our 21st-century reality – thinking about it even at the community-based level – has become a bordered space of multifaceted interactions with what we usually label as otherness. Appiah doesn’t prescribe, however, any formula to become an exemplar cosmopolitan individual, but he does constantly point at the fact that cosmopolitanism and ethics goes hand in hand as global economy keeps pushing forward a neoliberal agenda that is constantly sold to the general public as the friendly face of globalization. Therefore, once we encounter ourselves immersed in an immediate reality where we recognize that we might be the ground-zero level of otherness, navigating through it with not only an informed but also a curious ethical compass becomes perhaps our best ally.

            Seminario sulla gioventú (1984) by Aldo Busi has been the literary work where I first traced this individual cosmopolitan attitude within a post-modern setting. As it is the case of most coming-to-age novels, Busi’s most known work narrates the odyssey of a young character that through endeavoring constant locational movement throughout Italy he not only discovers the meaning of youth but also he comes into terms with his own subjective “local ghosts” that had placed in front of himself the possible fate of constant failure. In a form, once the main character of Seminario sulla gioventú ventures beyond the confines of his own nuclear geographical location he is finally able to be himself through the practice of various personalities that aids him to traverse the deeply bordered Italian social and cultural landscapes.

            As for the concept of Resonance, since its conceptual nature is either sonorous or sonic, I employ it as a cultural weapon that allows an individual to acquire a new sonorous/sonic meaning within her/his communities of interaction. Life: A User’s Manual (1978) by Georges Perec is an excellent literary example of the various forms in which the life of an individual resonates throughout time and space by interacting on daily basis with the lives and afterlives of the others that exist next to us. Perec’s novel narrates in detail the life of all the neighbors of a Parisian building as if each of the characters was the sine qua non element of an existential puzzle of historical transcendence. It would be an exhaustive endeavor to focus on each of the characters that parade in Perec’s novel, but I would like to emphasize that the way the novel is structured suggests – often only by naming the existential contiguity of a neighbor – that the absence of a character would weaken the sonorous/sonic reach of the existence of the character that named that other that in turn happens to be a neighbor or a “sonic mirror” of ourselves. Each of us as members of a social edifice, regardless of the nature of its foundations or teleological purpose, constantly resonate throughout the desires, voices, and even the socialized actions of the people around us. Life: A User’s Manual, through a puzzle-like structure that intertwines the lives of people from very different backgrounds, is already pointing towards a cosmopolitan global future that unavoidably will witness the forced integration of mindsets, cultural practices, collective anxieties, and even the genomic struggles/configurations that in the wake of the 21st century have been exacerbated by economic inequality and the spread of global diseases, thus forcing our very humanity to resonate beyond borders and through possible parallel actions taking place elsewhere beyond our existential orbit as quantum physics – and its byproducts – begin to promise amid the current global crisis. Therefore, if we are meant to inhabit a vital space where we are constantly forced to engage in exchanges of different nature that will bear constant biological consequences to ourselves, life itself – drawing schemes probably developed by various forms of Artificial Intelligence – will be constantly producing rules of interaction, or “a user’s manual”, regardless of our intentions and purposes, posing ahead of us vectors of transgression that in the best case scenario will allow us to create artificial alliances that in turn will strengthen our subjective landscape, thus allowing our-selves to project throughout space and time indefinitely.

            Such scenario will require not only the input of constant energy into each of the endeavors that our-selves overtake on constant basis but also a level of self-mastery, which as our inner landscapes keep increasing amid an atomized reality may seem a never ending activity. This kind of self-mastery is performed by the main character of Palomar (1983) by Italo Calvino, a novel that I read more than a decade ago in front of the turquoise waters of the Caribbean ocean while taking a year off from my university studies. Palomar is an Italian aging man that finds himself trapped in an upper-middle class lifestyle that has allowed him to nurture his intellect in a phenomenological fashion, but that due to the loneliness that he has endeavored suddenly lacks the motivation to keep enduring a future life. Palomar’s reaction to this somewhat fruitless scenario is indeed assuming a detailed-oriented attitude towards the situations that life brings upon himself; for instance, the beginning of the novel beautifully narrates, while Palomar is observing the sea, the birth of a wave and its development among the tide and other waves. This sensorial tuning that focuses on the sense of sight allows Palomar to initiate a personal voyage that takes him to different and heterogeneous spaces that ultimately makes him wonder about how oneself can provide happiness to our life while being submerged in an environment that may exhaust our sensorial energy as it is the case of Palomar’s personal voyage, which often resonates with some of the experiences that Jean des Esseintes – the main character of Huysmans’ Á rebours – accrues among his personal arsenal of sensorial experiences, such as tasting to the very last consequences the feelings that different kinds of combs produce on the scalp, as it happens in Á rebours, or capturing the smells, textures, flavors, and cenesthetic reactions that the different edible items of a Parisian delicatessen grocery store arouse in Palomar’s senses. This detailed-oriented attitude that could potentially lead to sensorial self-mastery, while it’s quite rewarding at the personal level, may appear as an attitude that only those with the means, the time, and the proper intellectual training could aspire to attain. Therefore the challenge emerges from the very functioning mechanisms of an economic system that not only progressively privatizes as many social spaces as possible from public life, including health-related services, education in all its forms, and activities framed as those which may potentially increase our human capital in the form of the acquisition of skills, the expansion of our networking capabilities, and other activities directed towards our-selves such as exercising and other recreational activities; the challenge, from this neoliberal perspective, poses in front of us what at first glace seems a total lack of desire to re-democratize those spaces of self and subjective development in spite of the integrity of our-selves.

            Amid such environment, where the self has already been captured by economic neoliberalism and postmodern modes of personal production, I often wonder in close communication with my own selves that – as Michel Foucault claims in Society Must Be Defended (1976) – if society is understood as a fiction that allows us to navigate the outer world under the pretense of being protected by a “natural” social contract, what ourselves wonder is if that once global society has acquired the means to keep increasing its surviving modes of both production and exchange – as we also become more integrated into existential networks programed by privately-owned Artificial Intelligence platforms – society will gradually fade to open up a new human civilization that will unequivocally depart from the Japanese conceptual framework of Society 5.0.[1] From this perspective of possible atomic reversible transformations, the meaning of individuality may become an ontological relic of self disintegration; therefore, as an early Millennial that encountered 21st-century aesthetic innovations not only bitter – similarly as the way Arthur Rimbaud found beauty in Le bateau ivre in 1871 – but also, often against our anachronous utopian wishes, as an impasse that forced us – and keep doing so – to grow and expand ourselves within a global realm that is only beginning to feel the consequences of the unfriendly post-industrial modernity while also starting to understand the impact of both neoliberalism and post-modernity, I can only encourage ourselves – thinking about the initial quote of this essay as a call-for-action – to embrace our often unnerving battles as the maneuvers required to begin to feel the future that is awaiting for all of us who keep believing in the meaning of life on this planet.

            If L.I.F.E. is transformed into a battle ground

                        We must be ready to fight

                                    (“but only if the world is really a world”)

            If We are reduced to elemental a\n\d\r\o\i\d\s

                        or deformed gestures on a touchscreen

            We must be ready to redefine

                                               Life · itself

                        -from ourselves,

            and to the invisible committee

                        [and calling-to-action to our friends].


[1] DISCLAIMER: This is the first part of a two-part text. Note of the Author/s.

[2] For more details about this concept, consult the Japanese website: Science and Technology Policy. Council for Science, Technology and Innovation > Society 5.0


“Quarantined Children Generation”

More than ten years ago I worked as an ESL teacher and mentor of kindergarten and Elementary School children in Portland, Oregon. In retrospective, and after teaching at all levels of formal education (including a research university and a liberal arts college), working with those Latino, Russian, and Asian kids has been the most rewarding in terms of scholastic freedom and sociocultural experience. Perhaps it was due to their age, but compared with college students, those immigrant children, thanks to their creativity and inclination to nurture a free spirit, made rainy and somber Portland less depressive. Throughout the years,  I have often wondered about the paths that those kids endeavoured. All of them should’ve been in college by 2020, but as the entire world knows, education at all levels has dramatically changed and in many places going back to the classroom has been postponed until the so – called “new normality” is successfully launched by governments worldwide.

            In an article published by The Cut a few months ago, “The Children of Quarantine,” Lisa Miller collects data from psychologists and sociologists to render a conclusion regarding the effects of the pandemic in children that is not at all surprising. Children across the United States are suffering of anxiety and depression due to the lack of social interaction that the quarantine has brought to their household. Lisa Miller points at the fact that the state of mind of parents who are financially struggling on regular basis gets a strong hold on their kids. While these aren’t news taking into consideration systemic inequalities, the kind of anxiety and mental health issues that the Coronavirus pandemic has triggered among families will have long – lasting effects and in most cases experts anticipate that individuals – including children – will experience various forms of mental health issues for the rest of their life.

            In a possible future scenario, successful 20 – year – old people in 2040 will have to possess not only intellectual skills but also a mental drive that will enable them to cope with isolation and manifold varieties of frustration. Most futuristic narratives of the 21st century tend to draw a reality where android subjectivities are the key social force. Regardless of what the future brings upon humans, either if it is a life under the regime of an Artificial Intelligence or an active interaction with android intelligence, the successful integration of the Quarantined Generation of 2020 into any possible future will require the development of a mindset that combines both ingenuity, a constructive distrust in others, and a powerful imagination rooted in scientific knowledge. Perhaps someone like a grown up Little Prince, the child character created by Antoine de Saint – Exupéry.

            Thinking about recent literary characters that portray children in quarantine, either due to social or virtual conditions as it is the case of the Little Prince, it comes to my memory the child character of a relatively new novella by Mexican author Juan Pablo Villalobos, Down the Rabbit Hole (Fiesta en la madriguera, 2010, a more accurate literal translation would be Party Down the Burrow), which portrays the reclusive experience of the son of a drug lord, who due to his “profession” has the means and feels compelled to satisfy the capricious wishes of his only son, such as buying him miniature animals for his private safari. Or Requiem for the Unhappy, a lyrical novel that illustrates the isolated and delusional life of the two sons of an army man whose job is burning the bodies of children of the opposition party.

            Despite the fact that these literary works explore the lives of children living under reclusive spaces, I would like to focus on the main character of the sci – fi film Ex Machina (2014), Ava, an android designed with the most advanced A.I. technology. While Ava isn’t a child in the strict sense, for she was designed with the anatomical features of a woman in her early 20s, her lack of interaction with humans – despite her A.I. software that provides her unlimited reasoning skills and access to all forms of human knowledge – her assumed naivety at first glance presents her as a sexualized little girl.

            The plot of the film is somewhat  simple: the successful founder of a tech company (Nathan) chooses one of his employees (Caleb) to spend a week at his home/personal lab  in the Pacific Northwest. At first Caleb feels that he was chosen based on his programming skills, but as Nathan introduces him to his A.I. android models, he realizes that Nathan is using him to prove that humans possess a natural naivety and limited reasoning skills when compared to Artificial Intelligence, a fact that shouldn’t be surprising to anyone acquainted with A.I. Each day, Caleb meets Ava to hold conversations in order to assess Ava’s level of human consciousness, while Nathan monitors the meetings from his working desk, letting Caleb believe that his meetings are completely private and Ava’s consciousness is completely unfamiliar with the human strategies of socialization. When they first meet, Caleb assumes a condescending attitude towards Ava, but it doesn’t take long before Ava earns Caleb emotional trust to the point of making him fall in love with her. Nathan, as the creator of Ava and thus aware of the potential display of both intellectual and social intelligence of his most advanced android, takes all the precautions to keep her isolated from human networks of support, knowing that an A.I. like Ava could easily lure humans to gain not only their sympathy but also emotional control over them. Two nights before Caleb’s departure, Ava convinces him that she has disabled for a few minutes the monitoring devices of Nathan, so she gets Caleb into an escaping plan that would ultimately allow them to be together. All of this happens without Caleb knowing that Nathan is aware of Ava’s intentions to escape to integrate into society without a precise idea of the role that she would like to play. During Ava’s escape, with the aid of a female android whose role in the lab is only to obey her creator and provide him sexual experiences, Ava kills Nathan and locks Caleb in a space whose door only Ava can open. The final scene of the film portrays Ava at Nathan’s tech company surrounded by people and glaring at the distance with a facial expression that suggests a mix of fascination and happiness.

            Ava could be seen as the android child that breaks free to escape an imposed lockdown that despite her unlimited skills was designed to stay indoors away from the possibility to directly interact with a human world that benefits from her, as she is the subject/object of continuous research whose ultimate purpose – at least from the human perspective – is to deepen the control of certain humans over the rest of the global population. While Ex Machina positions Artificial Intelligence and human – shaped androids at the center of all possible futures like it is the case of films like I, Robot (2004) and Chappie (2015), the fact that Ava is the only one of her kind released into society subtly frames the present tense as a sociocultural space dominated by the intelligence of very few in an overcrowded planet where most people struggle to make the day. A possible developmental next step, even radical, of an Artificial Intelligence like Ava will follow the expansive transformation of Lucy (2014), the character performed by Scarlett Johansson, where at the end of the film she loses her human body to become the driving force of all possible realities, including all forms of data, our thoughts, time, and imagination.

            If in one of the realities that is awaiting us at some point of the 21st century, the offspring of the kids that I taught in Portland, Oregon have to collide with advanced forms of intelligence of the kind of Ava, it is likely that humans will be either under the guidance or the domination of Artificial Intelligence. Ava is already anticipating what a recent article featured on Scientific American, “The Quantum Computer Revolution Must Include Women,” suggests regarding the role of women’s intelligence in the fundamental enterprise of contributing to quantum mechanics, which ultimately sets the rules of our universe. There isn’t any doubt about the fact that the future awaiting us will reveal layers of reality that were unimaginable to humans that have existed prior to our postmodern generation, but the role that humans will play in such future environment – in relation to the emergence of forms of Artificial Intelligence that today seem only tales from sci – fi narratives – is still unknown, particularly considering that our reality in 2021 seems anchored in antiquated forms of rationality that have led to a radical Manichean order, where postmodern tribes continuously depart from gendered and racialized virtual platforms, a phenomenon that – in my opinion – has completely atomized all possible forms of critical human experiences. If I happen to be alive at the end of this century and the second quantum physics revolution succeeds, I’ll belong to a generation of aged individuals that alike to Lucy have lost or simply surrendered to the rational and modern ontological models in order to become, or feel that we have become, part of everything while remaining only a small element of the social and cosmic space. Furthermore, if I really live until the fin de siècle, I’ll belong to both the quarantined and lockdown generation.

            Perhaps then I’ll finally laugh at Covid.      

      

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“The Dusty Whisperer or Revolt and The Birth of Postmodernity in ‘The Flounder’ by Günter Grass”

More than a decade ago, I’ve read The Flounder (1977) by Günter Grass in both English and Spanish. It does not take long to realize that the translators departed from quite different cultural frameworks, as the English translation – perhaps because it was crafted under the pressure of publishing it as fast as possible[1] – seems to fall in easy solutions that transmit a crass, often vulgar, interpretation of the original text, which as it is rendered in Spanish appears more like an erudite work of literature. It was due to the reception of the first English translation of The Flounder what made Grass call for a meeting with English translators to craft a revised – and supervised by Grass himself – new version of The Flounder, a novel of more than six-hundred pages.

            Another aspect that the first translation of The Flounder rendered, and that perhaps it may pass unnoticed to a male reader, is the overt symbolic violence that the translator seems to intentionally aim towards women. I myself became aware of this thanks to my first wife. We read The Flounder together, she did it in English, and I did it in Spanish. After the first hundred pages we decided to discuss the text, and it was evident that she was feeling quite exasperated with the reading. If memory doesn’t lie, she said something like: “this Günter Grass is a misogynist asshole.” I had been reading the award-winning translation of the Spaniard Miguel Sáenz and my first impressions were of literary amusement, but as we began to cite certain passages, it was clear that the translators had chosen quite different parameters to render what they wanted to transmit to the reader. Where the English translator labeled women as sluts or easy holes, the Spanish translator decided to invoke silence or omission, or simply create a new text. It would’ve been necessary, for a more philological discussion, to go to the original text in German to find out if the misogyny was indeed part of the novel or it was a creation of the English translator.

            The novel is divided in nine chapters that altogether narrate a birth that takes place over a period of time that spans from the Neolithic and reaches up to the 20th century. It begins with the Pomeranian interpretation of the ancient myth of the stealing of the fire and it ends with a lesbian protest in Germany during the 1970s. As the novel unravels, the reader gets immersed in a carrousel of folk tales, historical gossip, and even deadly recipes, as the one of poisonous mushrooms made by an old nun to kill a group of lecherous clergymen. As it is the case of The Tin Drum (1959), the story recounted in The Flounder begins in the region where Grass was born, Gdansk, in modern-day Poland. Despite the fact that each chapter presents different characters anchored in the vicissitudes of their historical time, there is a recurrent presence that transits throughout the entire novel either as a tangible or symbolical character: a flounder, a one-sided fish, a type of fish that is abundant in cold waters like those of the Baltic sea and that along with potatoes makes the most traditional dish of the place where Grass was born.

            As it is well illustrated in religious mythology, a fish is one of the most widespread Christian symbolical items, as it references the rite of conversion to Christianity thanks to the mediation of Jesus, a kind of fisherman who immerses himself in pagan waters with the sole intention to bring “a catch,” or spiritual strength, to the Christian army. Grass chooses a flounder to represent Christianity not only because of his moral one-sidedness, but also because this anatomical feature makes it a fish that mostly meanders in the bottom of shores with not much depth, which from a hermeneutical standpoint could be understood as the incarnation of a biased ethos that is only able to see one side of reality. Thus his cosmological understanding of history is based on that blurry one-sided vision.[2]

“Der Butt” (“The Flounder”) by Günter Grass himself. This is one of five illustrations that the German author made between 1977-1978.

In the novel, most of the times the flounder is a sonic presence that spends his time whispering in the ears of men how to better proceed for the only sake of the preservation of the masculine vision of the world. When someone happens to see it, a mix of horror and awe takes over her/his senses, for seeing such a horrendous animal that talks through an uneven denture cannot invoke a different set of emotions. However, in most of the novel the fish is only a whisper that unleashes the worst of destinies to humanity with all the wars, unmotivated biological destructions, and social syndroms fueled by an unfulfilled masculinity. It is not surprising that the fish, and what it embodies and represents, becomes not only hated but also a call to reject the world in all its masculine materializations, particularly when we glance at humanity from a non-masculine perspective.

            The closing chapter – that in which the gestation of postmodern history is finally born – brings to the reader’s attention the social and symbolical power of the German lesbian communities of the 1970s, which seen from the phallocentric power structures of the German state represent the end of a form of womanhood at the service of male desires and aspirations, including the realm of the family and the household’s economy. In the wake of the 21st century, a novel like The Flounder appears as a cultural artifact aiming at multiple directions. On the one hand, it narrates from a literary perspective the historical and sociological reasons to seek an absolute Revolution against “the flounder”; on the other hand, the ending of the novel seems to anticipate that the Future was going to become the stage of constant revolts, transforming the world into a place where manifold strategies of both revitalization and destruction were going to be deployed even from unimaginable fronts, such as the kitchen, our inner conversations/monologues, and hygienic biopolitical spaces.

            Only once I’ve been in Gdansk, a small, ultra-clean port city that owns a statue of Neptune in the heart of the city. I travelled there to attend a life-changing event at The Retro Café (a spot where you can eat one of the most delicious chocolate cakes on Earth). Besides having a plate of fried flounder with boiled potatoes (which is traditionally served on a pan of cast iron), while walking along the Martwa Wisla river, as if neuroplasticity had already began to model reality, including us, I saw a man almost with the same physiognomy of Günter Grass staring at me. When our eyes exchanged a serious expression, he looked at the gray waters of the river, as if he was indeed a messenger from The Flounder’s author, a gesture that today I interpret as the fact that the flounder’s body, perhaps lifeless, is still drowning in those waters on his way to the ocean.


[1] The first English translation of The Flounder was published in 1978, one year after it was released in German.

[2] In a way, “a Christian flounder” is a veiled reference to Plato’s allegory of the cave, in which the vision is precluded only to the shadows casted over the rocky walls of a cold cave, becoming impossible to glimpse the slightest atom of the truth that reality could potentially contain.

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Ferdydurke (1937), Les Enfants Terribles (1929), and the Future of Childhood

high-rise, childhood

childhood appears to have become a fictional status that guarantees constant despair and a wandering journey of self discovery

In a 2018 article, titled “What Kids Need to Learn to Succeed in 2050,”[1] Yuval Noah Harari suggests that “the art of reinvention will be the most critical skill of this century,” a claim that echoes some of the premises of decolonial theory – which became an epistemological doctrine in the voices of scholars like Walter Mignolo and Gayatri Chakravorty Spivak during the recent fin de siècle period -. Decolonial theory, as it was formulated in the American continent, called for a relearning program that, as Harari suggests, aimed at reinventing our intellectual behavior in order to apprehend the world around us through a new set of epistemological lenses. This, in turn, would transform the experience of adulthood into a new form of intellectual infancy, which didn’t imply a devolving state per se, but it did push adults into new patterns of intellectual behavior as the means to transform both social and economic dynamics for the sake of a more egalitarian global order. The novel Ferdydurke (1937) by Polish Witold Gombrowicz, without being a decolonial literary text, portrays the experience of a writer who is forced to attend Elementary School again. Ferdydurke has been often described as a cult novel or an ode to stupidity and immaturity, for the thirty-year-old main character wanders through a limbo that does not allow him to put himself together in a coherent manner, as he confesses in the beginning of the novel:

“I even imagined that my body was not entirely homogeneous, and that parts of it were not yet mature, that my head was laughing at and mocking my thigh, that my thigh was making merry at my head, that my finger was ridiculing my heart and my heart my brain, while my eye made sport of my nose and my nose of my eye, all to the accompaniment of loud bursts of crazy laughter- my limbs and the various parts of my body violently ridiculing each other in a general atmosphere of caustic and wounding raillery […] according to my papers and my appearance, I was grown up. But I was not mature.”

As the novel progresses, we follow Ferdydurke – whose name is also a form of mocking him – through a series of absurd situations that ultimately drive him into a pathetic derangement that only emphasizes his immaturity and lack of preparedness for adulthood. One of the failures of Ferdydurke is his lack of imagination to reinvent himself, as he becomes a mere witness of his life and he endeavors his time to escape from the absurd challenges that reality poses in front of him. Unlike Kafka’s Gregor Samsa – who has to die in order to free his family of the ominous weight of his presence -, Ferdydurke seems doomed to an ever-lasting childish existence anchored to the absurd violence shaping the sociopolitical landscape of his times. In a form, reducing the population to a subordinated existence during the formative years is one of the mechanisms to both shape individuality and preserve the ruling order, even if it is an asphyxiating regime that establishes immaturity as the ideological status quo.   

            Less than one decade before the publication of Ferdydurke, Jean Cocteau published Les Enfants Terribles, a novel that paved the ground, in terms of historical literary reception, for works that explored the meaning of childhood within an environment determined by the confinement and alienation brought by WWII. Cocteau’s novel, written in a few weeks while he was recovering in a hospital, portrays the coming to age experience of the siblings Paul and Elisabeth, who grew up without a father and with a mother constantly sick and thus anchored to the vanishing existence of living in a bed.

            The novel’s foundational event introduces Dargelos, a character that will bring disgrace to Paul since childhood. While Paul and Dargelos are playing during winter time with other kids, Dargelos hits Paul with a rock covered in snow, producing in the latter an illness that will accompany him up to his death. While Ferdydurke illustrates the vicissitudes of an adult reduced to a sort of mandatory childhood, Les Enfants Terribles portrays quite the opposite, as Elisabeth is forced by the illnesses of his mother and Paul to become an adult since her childhood. Due to this, both Elisabeth and Paul experience an iconoclastic teenagehood that takes place within the walls of their bedroom. Growing up in such an environment, which Elisabeth fills with constant avant-garde elements, provides Paul a melancholic and pessimistic view of reality that ultimately drives him into a drug addiction that will provoke his death. This way, both Ferdydurke and Paul become paradigmatic examples of men that – recalling Harari’s article – fail at reinventing themselves due to their immaturity and atavist relationship with their historical time.

            Even though these works were produced almost a century ago, under the light of both Ferdydurke and Les enfants Terribles – as the world progressively becomes the permanent host of Coronavirus – childhood appears to have become a fictional status that guarantees constant despair and a wandering journey of self discovery that will promise constant failure to those children that come from disadvantaged backgrounds. Almost silently, the Coronavirus pandemic has dismantled the fundaments of familiarity and social solidarity for the sake of an invisible race to preserve a foggy and disjointed sense of individuality. Just a fast glance to the world news reveal that global society is under constant attack. Violence against children and women within the household has reached unprecedented peaks, while public spaces are a permanent battleground shaped by police and military brutality and the ideological confusion sprung by all sorts of protests on both extremes of the political spectrum.

            In addition, the irregular and parenthetical go-back-to-school process has left millions of children away from educational settings and in many cases it has also produced a very early retirement from formal education. The question, thinking about Harari’s 2050 generation of successful individuals able to reinvent themselves, is if the world itself will be at all the home for humanity as we keep envisioning it in 2020. If historical memory prevails, the 2050 generation will probably blame the Coronavirus pandemic and its political artifices for their failure, just as Ferdydurke and Paul point towards institutional fractures – thinking about both family and the public sphere – as the obstacles that prevented the full development of their human capacities. It might be due to constant illness or the redundancy of being confined to a mental childhood what will unleash the last breath of modern society just to open up the path for a kind of social order that in the long run seems a mere fable of science fiction, a place where cars fly, people float giving up to the endeavor of walking, and everyone works from home and a simple blink of the eyes brings food to the door, all while human politics has collapsed to the automated and hyper-intelligent global design of a Super Artificial Intelligence.

            In the meantime and thinking about childhood, the present seems an iterative replay of the last scene of the film High-Rise (2015), which frames an isolated and critical child sitting on the top of an all-in-one building smoking from a water pipe while all the adults from the building have surrendered to a decadent lifestyle that has ultimately brought the total collapse of the infrastructure and living conditions of a building that was designed with the sole intention of bringing the maximum comfort to its residents. As an early Millennial that was constantly fed by the cultural remnants of the X-Generation, if I had the opportunity to choose my role in such a building, I would be inevitably the child smoking a water pipe, rendering oblivion to the struggles of a decadent adulthood, and giving up my senses to the sky that appears in front of my sight. Only from that perspective, the 2050 generation appears to me as a possibility, for the remnants of modern life, with all the excesses, brutality, and incoherent forms of government have proved to be the best way to exhaust both individuality and social allegiances.       


Works Cited

Ferdydurke, Witold Gombrowicz, Yale University Press, 2000.

High-Rise, directed by Ben Wheatley, 2015.

Les Enfants Terribles, Jean Cocteau, Vintage Classics, 2011.

“What Kids Need to Learn to Succeed in 2050,” Yuval Noah Harari, Medium, Sep. 13, 2018, web.


[1] https://forge.medium.com/yuval-noah-harari-21-lessons-21st-century-what-kids-need-to-learn-now-to-succeed-in-2050-1b72a3fb4bcf

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“A Philological Reading of Dante’s Divina Commedia and The Blade Runner”

blade runner

The final monologue between Roy Batty (Rutger Hauer) and Rick Deckard (Harrison Ford) in The Blade Runner (1982) is one of the most memorable of cinema, in my opinion, due to the context in which it takes place. Roy Batty is an android that, in the words of his creator, has “burnt so very, very brightly,” referring to the fact that Batty has excelled at optimizing all his skills in half the time that it would take a “normal” android. The Blade Runner is an epic tale of a dystopic cosmopolitan society that has left on Earth those who are considered the remnants of an older social and biological order that hinders the futuristic goals of the new architects of life across the cosmos. Those who have watched the film know that Deckard is a human special agent whose mission is tracking and capturing androids who have become rebels. The monologue takes place right when it seems that Deckard is about to capture Batty, but the strength of the leader of the android rebellion pushes Deckard to a near dying situation. It is both the mercy and empathy of Batty that makes him save a defeated Deckard, who amidst confusion and fear, witnesses Batty’s monologue, which begins with the android stating that “I’ve seen things you people wouldn’t believe,” referring to the catastrophic war scenes and the beauty that he has captured in his memory over the time of his cosmic endeavors. The scene, and the film as a whole, constantly establishes an irremediable division between human and non-human entities, suggesting a near-future global scenario that will witness the emergence of Artificial Intelligence as a key driver of evolutionary transformation based on individual skills.

            In a previous essay (“Ray Bradbury On War, Recycling, And Artificial Intelligence”), quoting Bryan Walsh, I posed the technological dilemma of being invisibly controlled by forms of Artificial Intelligence that find useless to develop empathy towards humans as a necessary moral tool to achieve their goals. Roy Batty incarnates so to speak an Artificial Intelligence that suddenly expresses a radical form of empathy towards an “enemy” agent whose ultimate goal is to destroy him. Nevertheless, Batty’s reaction – when Deckard’s fate is in his hands – is to forgive his life and use that moment to display a form of consciousness that goes beyond the comprehension of human intelligence, at least during war times. Even though Batty ultimately dies, although not under the control of Deckard, the vital experience of the leader of the androids somehow echoes Dante’s journey in the Divina Commedia (1320), as after going through a strenuous time of constant cosmic revolt, he is able to finally seek an afterlife beyond the dystopic scenarios that have determined his existence. The last verse of the Inferno narrates the exit of both Dante and Virgil from hell, and as if a cosmic image was awaiting the arrival of those who have undertaken the sort of vital journey narrated in the Divina Commedia, once they reached the instant that comes after the end of hell, the reader is presented a final, yet also foundational, image, “E quindi uscimmo a riveder le stelle” (“And then we exited [Hell] to see the stars”). The simplicity of the image, drawn in the 14th century, echoes – as I suggested above – Batty’s journey, who in his monologue mentions among the things that people wouldn’t believe to be real, “[I watched] Attack ships on fire off the shoulder of Orion. I watched C-beams glitter in the dark near the Tannhäuser gate. All those moments will be lost in time, like tears in rain.” As Dante draws in the final scene of the Inferno, what Batty paints off his memory is a sort of epitaph contained in astral scenes of both war and aesthetic beauty.       

            Following this philological lead, among the first verses of the Paradiso, Dante suggests, “Perchè, appressando se al suo disire,/Nostro intelletto si profonda tanto,/Che retro la memoria non può ire” (“Because, once near our desires,/our intellect reaches such depths,/that our memory cannot follow them”). Here Dante not only suggests that the intellect is faster than memory, but also that there are experiences that can only be contained within the layers of intellectual labor, experiences that ultimately will escape from our mnemonic mechanisms. In the case of The Blade Runner, what Batty desires is to live longer, for he is in the final stage of his life right in the moment when he has mastered his individual skills and has developed a kind of affection towards a female android that cannot be compared to the ways humans understand affection or even love. Nevertheless, as his creator explained to Batty, the fact that he has optimized himself in half the time that a normal android has also exasperated his vital energy, for in order to perform a task in half the time is required to consume energy at a faster pace.

            The social landscape where The Blade Runner is staged is that of a decaying economy anchored in a post-industrial urban design that exposes individuals to an irremediably polluted biological system. Even though the film is staged in a futuristic scenario, among the urban dystopic scenes that the audience is presented, it remains in the memory of those which portray the combusting flames that emerge from the pipes of what seems to be an oil refinery. Again, the image echoes scenes of horror and punishment from Dante’s Divina Commedia, as if the social division drawn in Dante’s masterpiece had been thought as a paradigmatic archetype of urban design inherent to modernity. There are various centuries of distance between the early modern period of Dante’s Divina Commedia and the post-modern stage of The Blade Runner. However, a philological approach would render visible what at a first glance seems to lack foundations. As a corollary, and in order to incite a philological debate, I would suggest – as a working theory – that on the one hand we could situate an incipient formulation of Artificial Intelligence within the early modern period using Dante’s Divina Commedia as a departing stage, while, on the other hand, as The Blade Runner portrays and despite the centuries of distance, the postmodern period – thinking about it from Lyotard’s theorization – cannot erase the social divisions rooted in the expression of intelligence established and enacted since the early modern period.

            In a form, in both the Divina Commedia and The Blade Runner individuals often lose their social identity and status to become – at least temporarily – someone who they are not to experience social situations that otherwise they wouldn’t. Nevertheless, what ultimately sets the ontological-inflection-point amidst this socially confusing landscape is the impotence and frustration that humans incorporate into their experience while they have to confront android/artificial intelligence/skills. Both forms of life/intelligence may share the same sociobiological landscapes, as it happens when Deckard is fighting Batty, but the consequences for both will follow different pathways, precisely because each departed from an equidistant intelligent design also with different purposes. When Roy Batty is reciting his monologue in front of a defeated Rick Deckard, who is lying down exhausted on the ground, the mere action of remembering the cosmic scenes that he has witnessed/experienced infuses Batty with a kind of vital energy that Deckard is unable to fathom. Intellectual imagery, which is a form of philological witchcraft, is what sets androids and humans apart – as it happens between Batty and Deckard-, I mean, the precious skill of fixing in one’s memory the aesthetic elements that populate our historical experience and, as Batty does, the ability to bring those memories to the present time, even when death seems to be approaching, or in Dante’s words, the final yet conciliatory moment in which we “uscimmo a riveder le stelle”.              

REFERENCES

La Divina Commedia, Dante Alighieri. Edizione Terza Romana di Baldassarre Lombardi. Roma,        Nella Stamperia de Romanis: 1822.

The Blade Runner, dir. Ridley Scott, 1982.      

“Ray Bradbury On War, Recycling, And Artificial Intelligence,” Franco Laguna Correa. JSTOR      Daily/Public Books: January, 2020.


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“Revelation and ‘pathos’ in Beloved Monster by Javier Tomeo”

“Javier Tomeo uses these three characters to make a parody not only of a reclusive household – which echoes the lockdowns and quarantines brought by Coronavirus over the course of this year -, but also of the market economy….”

I don’t get used to the postmodernist self-reflectivity. There is something in the images that this ontological practice renders that gives me the feeling that we are becoming, paraphrasing Radiohead’s song, “Fake plastic trees.” Behind the fantasy of postmodern self-reflectivity, Postmodernity seems to become a reality show’s character that constantly hides behind an impossible being, which from a global perspective pretends to be a sort of cosmic multiplicity that is supposed to bring satisfaction to all humans despite their complex or simplistic – individuality. In order to illustrate this set of ideas, I am going to use the novella Beloved Monster (1985) by Spanish author Javier Tomeo, a work that has not been translated to English to this date, but that provides a fundamental cultural framework to locate the place of single motherhood and nihilist pathologies within modern Western societies. Tomeo’s novella echoes works like Samuel Beckett’s Company (1980)and Thomas Bernhard’s Yes (1978), as it successfully brings forward discursive obsessions as the stage of both narrative inspection and the re-construction of broken individualities. While reading Tomeo’s work, one gets the impression that the Spanish author met his characters walking through the landscapes of Bernhard’s novels like Gargoyles (1968), where a medical doctor meanders in rural Holland visiting ill individuals unable to attain physical normalcy, and ultimately meets a wealthy landlord only to confirm that the entire countryside is infected with both physical and mental disease.       

            Beloved Monster is one of those novellas that could be defined as dialogical, that moves away from the narrative attempt to incorporate monologues as the diegetic force that brings together the characters in one single discursive torrent, as it happens in Herman Melville’s Bartleby, Franz Kafka’s The Metamorphosis, or any Samuel Beckett’s novel. Even though the dialogue between Juan D. and H.J. Krugger – the main characters of the novella – often acquires the form of a monologue, what Beloved Monster does best is assembling a mise-en-scène in which the monologue turns into the personal revelation of the most intimate social fears of the characters. The novella’s plot is somewhat simple: thirty-year-old Juan interviews for the job of night guard with Krugger, who is the Human Resources director of an important foreign bank. As the interview unravels, the exchange between Juan and Krugger will progressively become more and more intimate to the point that Krugger will deem that Juan is unable to perform the job due to his mental obsessions, such as reading and listening to music. I must mention that at thirty years of age Juan is attempting to get a job for the first time in his life.

            Hundred years before, Juan would’ve incarnated Jose Enrique Rodo’s free-spirited Ariel, a fictional character that was supposed to express both aesthetic refinement and intellectual strength within the Latin American realm. Nevertheless, in post-Franco’s Spain, Juan is only an unproductive young man that has lived all his life under the protection and financial umbrella of his mother, who according to Juan’s revelations has not allowed him to seek one single relationship outside his mother’s home, which is a metaphor of an oppressive and castrating world. This social lockdown – for which Juan only blames his mother – has not allowed him to acquire consciousness of his own personhood without referencing his mother, thus placing single motherhood as a postmodern cultural construction that imposes both reclusion and an unavoidable attachment to the realm of motherhood. Juan aspires to become a free spirit, but his mother has sentenced him to a perennial lockdown at home, for she constantly persuades his to hide from the sight of others due to the insecurities that his mother has inoculated in him since childhood. Such is the obsession of Juan’s mother with her only son, that at some point it seems that the ultimate purpose of Juan’s mother is to bring total humiliation as the sine qua non condition of his manhood. From this subordinated – castrating – perspective, Juan’s future only offers failure and frustration as his only means to experience life. This teleological condition, in which the future is anchored to the perspectives offered by the present, resembles Giovanni Sartori’s Homo Videns, which anticipated in the late 1990s that global society was going to be controlled through the mediation of screened gadgets, leaving humans disconnected from physical immediate reality, as if life was a virtual experience lived through the people showed in television as prototypes that offer either consolation or despair to the audiences.

            Krugger’s interview challenges the life that Juan has endeavored since his childhood precisely because Krugger stops looking at Juan’s outer self and focuses on what he has to say about his candidacy to the job, which ultimately disqualifies him to become the bank’s night guard. It is not that the psychological pathologies of Juan reveal a prospective criminal, it is indeed the opposite, for Krugger deems that the castrating and inorganic social life of Juan would make him a mediocre employee without aspirations to excel within the company. Furthermore, this proclivity to failure makes Krugger decide that Juan would be a terrible guard as he would easily avoid confronting, for instance, a bank robber or would fall asleep during the night shift. While Krugger considers that Juan is unfit for the job, he does think that under the pathetic life of Juan there is one layer to be saved, which is Juan’s relationship with his mother. The way Juan narrates his lack of work experience through the situations he’s lived next to his mother, who has spoiled and overprotected him as her strategy to keep him always next to her, the reader gets the impression that Juan’s mother is a sort of Dra. Frankenstein who has created an anti-Prometheus, for Juan is neither the friend of humans nor he has received the “punishment” of the Gods thanks to the constant mediation of his mother. Nevertheless, and paradoxically, Juan suffers and remains chained to a present that doesn’t offer him any perspective of personal development.

            In The Ecstasy of Communication – published the same year that Beloved Monster – Jean Baudrillard states that, “Public space is no longer a spectacle, private space no longer a secret” (130). Following this axiom, Juan tells Krugger at the beginning of the interview that, “I will have to answer all your questions, even those that may seem excessively intimate, and I will make sure not to avoid one single detail because it is in those details where revelations usually hide” (7). Juan says so as his strategy to set himself up to not getting the job, for he knows that he does not have neither the experience nor the desire to get a job that would take him away from the constant protection of his mother. Juan’s predisposition to reveal anything he’s asked about his private life is also understood as a necessary catharsis that will allow Juan to justify himself for his personal failures, as he is prompt to suggest that his mother is the only person that has kept him away from gaining more life and work experience. In a way, Juan’s plan is to use the interview to become Krugger’s psychiatric patient, but the Human Resources director refuses to assume that role and, instead, he uses the interview as a criminal interrogation that allows Krugger to reveal with impunity his most traumatic life experience, which happens to be an accidental crime committed when he was only a child.

            Added to the discouraging words of Juan’s mother, who even dares to tell him that he would fail at anything that he ever attempts to do in life if he walks away from her, as Krugger learns about Juan’s mother, the Human Resources director begins to idealize her to the point of attempting to convince Juan that his life would be always more worth it – and even beautiful – if he stays next to his mother. Based on this, Juan gets the impression that his fate is to remain unproductive, aging next to his old mother. Even though Juan is not a child or a teenager, in the novel he symbolizes the generational clash between youth and adulthood, the latter characterized in Juan’s mother and Krugger. Javier Tomeo uses these three characters to make a parody not only of a reclusive household – which echoes the lockdowns and quarantines brought by Coronavirus over the course of this year -, but also of the market economy that relegates young people to a subordinated economic relationship with aging individuals, as it is the case of Krugger, who uses his established position in a company to dictate Juan’s future, which in the best case scenario would be that of a subaltern.

            The key moment of the interview takes place when Krugger reveals – somewhat nostalgic and overwhelmed for Juan’s story – that he was responsible for the death of his mother. Even though this revelation carries a terrible truth, Krugger’s secret acquires a derisory dimension when he adds, “Do you want me to tell you about all my sleepless nights thinking about those damned garbanzo beans” (108). This revelation occurs only after Krugger has told Juan that he is not the right candidate for the job, thus he uses this opportunity, for he is not going to see Juan ever again, to tell a macabre, yet playful story from his childhood. When he was a child, Krugger put in his home’s stairs dried garbanzo beans, which made his mother fall to death. Juan replies, without feeling sympathy for Krugger, that “it was you the one who killed your own mother, it was you the one who placed those garbanzo beans in the stairs. Only God knows how come you could’ve done such a stupid thing. You placed a few dried garbanzo beans in each step of the stairs and hid waiting for the first victim. You were hoping to see one of the maids falling for your own amusement, but it was your mother” (108-109). After this exchange, it is made quite evident that between Juan and Krugger there is only place for antagonism, and even though Krugger’s moral quality has been fractured since his childhood, it is the Human Resources director the one who uses Juan’s virtues to disqualify him and even ridicule him. Right when Juan recovers some hope about getting the job, as he thinks that Krugger’s revelation gives him some kind of power over his potential future employer, Krugger officially tells Juan that his candidacy for the job has been dismissed, justifying his decision summarizing his impressions about the interview with the following words, “You have indeed some virtues, but your defects are nonetheless greater: you have read too many books, you enjoy music, you have never used a gun and, just to make your case worst, you have six fingers in each hand. Your mother knows it quite well: men like you must quit their attempt to become active members of society, before society rejects them due to their defects” (110-111). Krugger deems that Juan would be a deficient guard because his “hobbies” would potentially distract him while on duty, and since he lacks the experience of using a firearm, he is an imperfect candidate for the job. Juan could argue, in his defense, that the fact that Krugger is a matricide morally disqualifies him to decide upon the future employees of any company, in this case a bank, but the interview ends without any attempt of Juan to defend himself or verbally attack Krugger.

            In Abnormal (1975), Michel Foucault states, “There is, then, a transition from the monster to the abnormal. This transition cannot be explained by assuming something like an epistemological necessity or scientific tendency according to which psychiatry would pose the problem of the smaller only after having posed the problem of the bigger, the less visible after the more visible, the less important after the more important” (110). In Beloved Monster, the most visible layer of the characters is articulated through their neurotic discourse – on the one hand, Juan seems to have the voice of his mother constantly whispering inside his head that he is a failure, while on the other, the childish inner voice of Krugger makes him feel a constant guilt for having killed his mother, a voice that paradoxically gives him a sense of empowerment -, while the least important, in Juan’s case, is the anatomical fact of having six fingers in each hand, which in front of Krugger’s eyes places him on the side of the unproductive and abnormal members of society. Juan is an explicit active nihilist – borrowing Friedrich Nietzsche’s taxonomy of nihilism -, who clings to the possibility of an alternative future where he would be independent from his mother’s economic and psychological tutelage, while Krugger is an implicit passive nihilist, for he is unable to conceive any future that is not only the replication of his company’s organization. Furthermore, Juan often forgets his anatomical difference, and believes – as if having six fingers in each hand was a postmodernist symptom – that his hand’s “abnormality” would allow him to develop skills that a “normal” hand would never be able to perform.

            As Juan walks out of the bank’s building, suddenly wondering about his mother and his reclusive life – mentally returning to the constant self-reflectivity mode that has set him up since childhood – we as readers are placed next to Juan. As the 21st century keeps unraveling, and the Coronavirus pandemic keeps molding our quotidian responses to both disease and pathways to a healthier human experience, the realms of the household and employment remain the most crucial issues of the time to come. As many humans worldwide, particularly young people, are losing their jobs, reality seems to replicate Juan’s reclusive experience as a metonym of both quarantine and lockdown, which in turn seem to offer unproductive responses to social and economic anxiety. Despite these challenges, which encompass physical and mental illness – and Coronavirus as well – young people will be the ones, through organized protest and the development of grassroots economic strategies, who will have to decide what is important and what is not in the task of moving global society forward as a project of healing and self re-discovery, for postmodernism has also brought to the ontological stage the constant interrogation of finding meaning in a life under attack by new diseases, while also lacking the motivation to find a way out of our self-imposed lockdowns.

REFERENCES

Abnormal. Michel Foucault. Picador, 2007.

Beloved Monster. Javier Tomeo. Anagrama, 1985.

Homo Videns. Giovanni Sartori. Taurus, 1998.

The Ecstasy of Communication. Jean Baudrillard. Semiotext(e), 1988.


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Wissenschaftliches Arbeiten: Literaturrecherche und Forschungsstand


Der Kanal “Wissenschaftliches Coaching” von Xenia Wenzel richtet sich an Studienanfänger*innen und Studierende, die mit wissenschaftlichem Arbeiten noch nicht vertraut oder erfahren sind und verständliche, praxisnahe Anregungen und Erklärungen für Frage- und Probelmstellungen suchen, die beim wissenschaftlichen Arbeiten aufkommen.

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Poetry and thinking in Percy Shelley’s essay “A Defence of Poetry”

One year before his tragically premature death in 1822, the English poet Percy Bysshe Shelley wrote an essay called A Defence of Poetry, that was only to be published posthumously, in 1840, in order to present his own take on the subject. In the essay he deals with questions that range from the metaphysical to matters of metre, he discusses the human relationship with the world and existence, thinking and the production of poetry, what counts as poetry and the role it plays in people’s lives.

A “widespread dissatisfaction” with the way the act of thinking has been portrayed in Western philosophy since the 17th century  – reduced to reason; meaning rationality – has been identified in representatives of various styles of modern thought.[1] In his Defence Shelley develops his theories concerning thought, poetry and their relationship, such as the analogy between the objective and subjective realms and the way in which poetry mediates this connection.

Shelley traces a fascinating parallel between the way wind harps produce sound and poets write poems, both being the result of the interaction between different entities, the harp/poet and the wind/reality, i.e. the translation one makes of the other in the very act of that interaction.

***

The Defence starts out proposing a dichotomy of “two classes of mental action”, which are: reason and imagination. Reason is the type of mental action that deals with the relation between thoughts and what differentiates them, its objects are “common to universal nature and existence itself”[2]. In other words, for Shelley Reason is preoccupied with the relations between what we think and all that actually exists in the horizon of our experience; it is the principle of synthesis. Imagination – whose expression Shelley calls poetry (in a wide sense) – deals with thoughts as “the algebraical representations which conduct to certain general results”[3], it is the principle of analysis. The imagination imparts to thoughts some of its own quality, and composes from them, other thoughts.

He affirms that “reason is to imagination as the instrument to the agent, the body to the spirit, the shadow to the substance”[4]. Note that in these comparisons the first term of each pair (reason, instrument, body, shadow) possesses its own specific properties but is constrained in its effect by the second term (imagination, agent, spirit, substance). Reason contemplates the relations between thoughts (or concepts) but imagination provides it with them.

Shelley claims that humans are somewhat similar to Aeolian lyres (wind harps) – “Man is an instrument over which a series of external and internal impressions are driven”[5]; he is the passive percipient of this current of impressions. The instrument, very popular in Britain during the Enlightenment and Romantic periods, consists of an oblong wooden box with strings running lengthwise across the top, stretched over bridges at each end and attached to tuning pegs.[6] Placed on a windowsill, the harp vibrates to the pulsation of air currents producing sound. For Shelley, humans are similarly subject to the influence of external (sense perception) and internal (feelings, emotions) stimuli resonating accordingly. The language he employs often blurs the lines of his analogy but, at the same time, hints at the recondite conjunction between sensation, thinking and the production of poetry.

The analogy – between humans and Aeolian harps – was influenced by materialist philosophers of sensation and identity such as David Hartley, whose work Observations on Man, his Frame, his Duty, and his Expectations (1749) had dedicated advocates in Britain, and proposed the correlation between physiological and psychical facts.[7] But Shelley goes further in affirming that – differently from the wooden instrument – humans “and perhaps all sentient beings” are endowed with a principle of internal adjustment between the sounds excited and the impressions that excite them; we are capable of producing not only melody (passively) but harmony (actively) as well. This can be read under the light of the Kantian idea, as expressed by Stanley Cavell, “that knowledge is active, and sensuous intuition alone passive or receptive”[8], impressions happen to a person like the wind licks the strings of the Aeolian lyre, and in a subsequent stage the person acts upon the stimuli using their harmonizing principle. This special harmonizing principle, which reveals new thoughts to those more finely attuned – “new materials of knowledge, and power, and pleasure”[9] – as well as previously unapprehended relations between old ones, allows them to perceive the good that Shelley asserts to be inherent to the relations between existence and perception. Shelley locates the imagination between perception and expression, also referring to it as the “creative faculty”[10] , “faculty of approximation to the beautiful”[11] or the “poetical faculty”[12].

The way Shelley continuously refers to an eternal realm – home of  beauty, truth and the good – sounds strangely platonic, in a time when Plato was “still regarded in schools and universities as a subversive and corrupting author”[13]. Though Shelley studied many philosophers, Plato influenced him greatly. Shelley not only incorporated aspects of his philosophy, but he reworked Plato’s metaphysical ideas through his poetry to create his own unique metaphysical view.

Under yet another influence – that of the early Coleridge – Shelley is willing to go beyond anthropocentrism and develop a philosophy that includes the nonhuman when he extends his claim to include all sentient beings.[14] Hartley´s theory of vibrations accords with the sentience Shelley proposes: being sentient is vibrating in tune (or out of tune), under the influence of some other entity.  One is more or less attuned according to one´s propinquity to the (platonic, ideal) realm of what Shelley sometimes calls the beautiful (but also: the good and the truth); and this approximation consists in the observation of similarities between relations in the order of the natural things of the world and those in the order of thoughts. From this platform Shelley is able to imagine thinking as analogous to a physical process: a vibration or an interference pattern between vibrations. For him sensation and thinking are ontologically similar.[15] The harp produces sound because the wind blows over it making its strings vibrate; the mind thinks because sensations/impressions go through it, making it produce thoughts (the mind’s own vibrations). This parallel has its implications, one of them being the opening up of a vast subjective inner-space – a copy of the objective universe that is subject to the re-workings of the imaginative faculty – the conceptual vocabulary one must have in order to interpret reality and existence (or express it).

Shelley goes on to give a narrower definition of poetry: it is essentially arrangements of language, especially metrical language, which are created by imagination. And poetry is the best possible medium for the expression of imagination because its raw-material – language – is “arbitrarily produced by the imagination, and has relation to thoughts alone”[16], it is a “more direct representation of the actions and passions of our being”[17], while other materials, instruments and conditions of art add a step (the translation from the language of the concept to the language of the material) between conception and expression. This idea is in line with what Susan Stewart says when she affirms that poetry is taken to be the “speculative art least bound to materiality, and most productive of symbols”.[18] For Shelley there is a double process of translation going on in the mind of the painter, for example, first from sensations into thoughts – the building of his repertoire of concepts – and later the movement from thinking into the shapes and colours that will compose his work, whereas the poet must perform only the first of these conversions, from sensations into concepts, and these will be directly expressed in arrangements of language, i.e. poems.

When left outside by itself the Aeolian harp will now and then emit its eerie vibrations, caused by the friction of the air currents against it. Martin Heidegger asserts that we can never hear the wind in itself, there isn’t such a thing as the sound of the wind.[19] What we hear is the wind whistling in the chimney, the wind rustling the leaves of a tree, the wind on the strings of an Aeolian harp. We hear the wind´s translation of the strings; the hollow sound box´s translation of the string´s vibration into amplified pressure waves. Entering our inner ear, these waves are translated by a pressure cell. This cell acts as a transducer, translating mechanical vibrations into electrochemical signals.[20] Therefore, a  series of conversions must take place in order for us to process perception (αἴσθησις – aisthēsis). Shelley describes the activity of the poet in similar terms. The poet, exposed to (external and internal) impressions will translate their influence into thoughts and language. There is for him, as well as for Heidegger, a step, or a difference, between these impressions and the words used to talk about them. They are not one in the other, they are different things that we correspond. It is possible to contrast this idea with what Stewart argues when she talks about poems being “capable of expressing embodied consciousness” and “made of our own natures”[21]. For Stewart there doesn’t seem to be a separation, language embodies, its form literally is what it wants to convey. Whereas for Shelley the poem is a translation, it is the transformation the poet operates upon impressions through his refined and sensitive imagination; the poet creates an object (a poem) that will have an effect over those who read it, it will point out to the very structure of their subjectivity producing a frame of mind that will allow them to have a glimpse of the “eternal truth” of life and things – to which only poets have any access. [22]

It is important to highlight the way in which, for Shelley, the poet’s imagination is responsible for this translation, which is the creation of representations that correspond to the influence of certain impressions – the poet’s imagination is responsible for poetry and poetry is essencial for humans to make sense of the world. For him, in order to render this conversion poets make vital use of metaphorical language, because it “marks the before unapprehended relations of things and perpetuates their apprehension”[23]. Interestingly, the Greek word for translation is metaphor .[24]

In his attempt to trace back the origins of poetry Shelley talks about the youth of the world and the origins of language. According to him during the infancy of society all language was poetry (in the wide sense of the expression of the imagination) and every author was a poet, because at that point the very first translations (from the realm of sensations and that of feelings and emotions) were being made – the first metaphors were being created – and most relations were still unapprehended. Humans would observe and imitate nature, getting more or less intense pleasure out of these mimetic representations according to their degree of approximation to the natural order, or rhythm, of things. Shelley quotes Francis Bacon who affirmed that there are similarities between the order of nature and the order of subjectivity: “[These similitudes or relations are] the same footsteps of nature impressed upon the various subjects of the world.” [25] What Shelley believes is that the architecture of man´s subjectivity is analogous to that of nature itself, the one being a kind of copy of the other, its conversion from objective, material, into subjective and subtle.

He points out this parallel in the relations within the order of sounds (sensations) and those in the order of thoughts (thinking), that justify the patterns of sound (e.g. rhythm, rhyme) present in poetry, and he emphasises its role (when compared to the meaning of the words themselves) towards the communication of the poem’s influence.  Even though for Shelley metre is just part of a system of traditional forms – and is not essential to poetry in the wider sense – when it comes to poetry in his narrower sense he says that “every great poet must inevitably innovate (…) in the exact structure of his peculiar versification”[26].

The distinction between poets and prose writers is for Shelley erroneous because he acknowledges two modes of harmony that are expressed in poetry (in the wider and narrower senses respectively): harmony of thought and harmony of form. Therefore, poetry is for him any type of text that will reveal the underlying beauty and truth of things. He includes in the hall of great poets Plato, Francis Bacon and all the “authors of revolutions”[27].

Shelley also says that eventually words become signs for portions or classes of thoughts instead of pictures of integral thoughts, and because of that we constantly need new poets to arise and renew language, or, as he puts it: “to create afresh the associations which have been thus disorganized”[28], otherwise language is at risk of becoming useless to the “nobler purposes of human intercourse”, people may become desensitized to language through a process not dissimilar to that which Giambattista Vico describes in his New Science[29]: civilized people become unable to imagine the great animated reality that was the result of the early analogies established between human subjectivity and natural phenomena.

As mentioned before, for Shelley poetry has the fundamental role of reproducing the universe (“of which we are portions and percipients”), in the sense that one must recreate it – translate the universe into a language one’s own mind is able to process – in order to “feel that which we perceive and to imagine that which we know”[30]. Poetry (in the wide sense previously defined) is, therefore, responsible for opening up this inner-space, “it creates for us a being within our being”, it unlocks subjectivity and translates the universe into thoughts that will be dealt with further by reason and imagination. In that sense Shelley echoes the words of Tasso and says: “No one merits the name of creator except God and the Poet”[31].

Shelley´s assertion “All things exist as they are perceived: at least in relation to the percipient”[32] shows his ideas were swimming in the waters of the 18th century philosophies, and expresses once again the step one’s mind takes in the translation (or conversion) of reality into thinking. The experience of reality is dependent on this act. And not everyone is able to perform this act of translation with the same accuracy; the poet seems incomparably better equipped to do so, for he “participates in the eternal, the infinite, and the one”[33]. For Shelley the poet possesses a more developed faculty of imagination than any other man, and his social significance lies in the way his fine understanding of reality gets expressed and perpetuated within a community. It is not surprising that Shelley puts poets right at the top of a hierarchy of sensibility, in a moment when thinkers and philosophers had started to think about the concept of genius as a quality of the individual artist instead of something in the work produced.

What is being affirmed is the dependence of the mode of perception on the percipient; there is no direct access into reality. It all gets translated into our minds and must be organized in language in order to be communicated.

Poetry does not participate in specific contexts of time and space, and the poet should not try to embody in his work the conditions of his age or region. Again in contrast with Stewart´s essay, in which she places within the realm of the poem information about its “somatic, emotional, and social conditions beyond whatever meanings their language conveys”[34], for Shelley, if poetry points toward something beyond its words that is not the context of its creation, it, rather, points toward “the life of truth”[35], “echoing the eternal music”[36], granting humans some access to the ultimate knowledge of things.

“Poetry is indeed something divine. It is at once the centre and circumference of knowledge; it is that which comprehends all science, and that to which all science must be referred. It is at the same time the root and blossom of all other systems of thought; it is that from which all spring, and that which adorns all; and that which, if blighted, denies the fruit and the seed, and withholds from the barren world the nourishment and the succession of the scions of the tree of life. It is the perfect and consummate surface and bloom of all things; it is as the odor and the color of the rose to the texture of the elements which compose it, as the form and splendor of unfaded beauty to the secrets of anatomy and corruption.”[37]

Poetry is placed at the very top of the agenda of his metaphysical investigation. Timothy Morton points out that in the last sentence Shelley shifts from metaphor to reality: “[Poetry] is the perfect and consummate surface and bloom of all things; it is as the odor and the color of the rose to the texture of the elements which compose it”. Here, he is talking about thinking, but he’s also talking about roses, once more approximating and tracing the parallel between internal/external impressions and thinking.

Not even time is objective for Shelley. Despite his inability to predict the form of the future, the poet “foreknows the spirit of events”[38]. He draws from his proximity to the (eternal) order of truth and beauty, material to compose his poems, and a poem is an inexhaustible source of new thoughts and relations. Shelley says that time only serves to increase the possibilities of a poem, in opposition to its effect over – non-poetical – stories, which will lose their meaning or significance as time passes.

“All high poetry is infinite (…) a fountain forever overflowing with the waters of wisdom and delight; and after one person and one age has exhausted all its divine effluence, which their peculiar relations enable them to share, another and yet another succeeds”[39]. Therefore a poem can never have a final, definite, interpretation – its meaning lies always ahead, in the future. The famous quote by the French poet Paul Valéry, in which he says that a poem is never finished, it is merely abandoned, is imbued of the same spirit as that of Shelley´s assertions. For Shelley, the judgment upon the work of a poet “belongs, as he does, to all time”[40].

The idea that time flows in one direction and consists of a sequence of now-points is – according to Shelley´s theory – a certain version of time produced by a certain way of looking  at reality; and poets “are the hierophants of an unapprehended inspiration, the mirrors of the gigantic shadows which futurity casts upon the present”[41]. The role of the poet’s imagination is to constantly rework old translations, and come up with new ones that will – in the future – allow (once more) for reinterpretations.

Another example of the idea that the meaning perhaps lies in the future is expressed by Nietzsche in the preface of his Antichrist, whence one reads the warning saying that book was written for humans that probably aren’t yet alive, and that its meaning will only be realised in the future.[42]

***

Thinking, in Shelley’s A Defence of Poetry, consists on man´s (creative) conceptualization of reality and on the way he organizes those concepts. This process can be explained in the terms of a translation the mind performs, converting external and internal impressions (sensorial input, emotions, feelings) into thoughts – or concepts – that will function as a mental reproduction of the universe of our experience.  Imagination allows one to produce these thoughts, that are compared and contrasted by reason.

Shelley proposes that poets are specially suited for this job because they stand in peculiar proximity to the ideal realm of truth and beauty (unchanging and beyond the experiential material world), and the reason for that is that poets have a special attunement to the world that allows them to produce good translations of reality which will stand the test of Time by constant reinterpretation.

As an Aeolian harp produces sounds through its interaction with the wind, man thinks through his interaction with – and translation of – material reality; Shelley identifies an analogy between physical processes (such as the sound of the harp) and thinking.

Consequently the poet has an absolute role – he is “the unacknowledged legislator of the world”[43] – in the mediation between reality and the mind, for he is the holder of the key (poetry) to this inner-universe, be means of which one perceives reality and that determines how one understands and interacts with it.


[1] Cavell, S. Aversive Thinking: Emersonian Representations in Heidegger and Nietzsche pp.132-33  In: New Literary History, Vol.22, 1991/Winter pp.129-160

[2] Shelley, P. A Defence of Poetry, The Bobbs-Merrill Company, Indianapolis 1904 p.12 All quotations from Shelley are from this edition

[3] Ibid.,p.12

[4] Ibid.,p.12

[5] Ibid.,p.13

[6] Rzepka, C. The Aeolian Harp In:  http://www.bu.edu/cas/magazine/fall09/wagenknecht/ – where you can listen to an Aeolian Harp. (accessed on 25/07/2013)

[7] Allen, R. David Hartley  In: Stanford Encyclopedia of Philosophy http://plato.stanford.edu/entries/hartley/#6 (accessed on 25/07/2013)

Hartley (…) presented a “theory of vibrations” that explained how the “component particles” that constitute the nerves and brain interact with the physical universe suggested by Newton — a world composed of “forces of attraction and repulsion” and having a minimum of solid matter.

[8] Cavell, S. Aversive Thinking: Emersonian Representations in Heidegger and Nietzsche p.137

[9] Shelley, P. A Defence of Poetry p.75

[10] Ibid.,p.75

[11] Ibid.,p.17

[12] Ibid.,p.35

[13] Holmes, R. Shelley: The Pursuit,  New York: E.P. Dutton and Co, 1975 p.26

[14] Morton, T. An Object-Oriented Defence of Poetry p.205 In: New Literary History, Vol.43 2012/Spring pp.205-224

[15]  Ibid, p.205

[16] Shelley, P. A Defence of Poetry p.22

[17] Ibid.,p.21

[18] Stewart, S. What Praise Poems are for p.236 In: PMLA, Volume 120, Number 1, January 2005, pp.235-245

[19] Heidegger,M. The Origin of the Work of Art p.10  translated by Roger Berkowitz and Philippe Nonet, 2006 available at http://www.academia.edu/2083177 /The_Origin_of_the_Work_of_Art_by_Martin_Heidegger      
  (accessed on 25/07/2013)

[20] Morton, T. An Object-Oriented Defence of Poetry pp.206

[21] Stewart, S. What Praise Poems are for p.235 In: PMLA, Volume 120, Number 1, January 2005, pp. 235-245

[22] Shelley, P. A Defence of Poetry p.27

[23] ibid. p.17

[24] Morton, T. An Object-Oriented Defence of Poetry pp.206

[25] Bacon, F. De Augmentis Scientiarum, cap.1, lib.III In: Shelley, P. A Defence of Poetry p.18

[26] Shelley, P. A Defence of Poetry p.25

[27] Ibid p.26

[28] Ibid p.18

[29] Vico, G. The New Science of Giambattista Vico (1725) book II, 378 available at: http://archive.org/details /newscienceofgiam030174mbp (accessed on 25/07/2013) 
But the nature of our civilized minds is so detached from the senses, even in the vulgar, by abstractions corresponding to all the abstract terms our languages abound in, and so refined by the art of writing, and as it were spiritualized by the use of numbers, because even the vulgar know how to count and reckon, that it is naturally beyond our power to form the vast image of this mistress called “Sympathetic Nature.” “

 [30] Shelley, P. A Defence of Poetry p.83

[31] Shelley, P. A Defence of Poetry p.83

[32] Ibid, p.82

[33] Ibid, p.20

[34] Stewart, S. What Praise Poems are for p.235

[35] Shelley, P. A Defence of Poetry p.26

[36] Ibid. p.27

[37] Shelley, P. A Defence of Poetry pp.76-77

[38] Ibid., p.20 (my stress)

[39] Ibidp. 67

[40] Ibid. p.30

[41]Shelley, P. A Defence of Poetry p.90

[42] Nietzsche, F. The Antichrist,  translation Mencken, H.L. The Project Gutenberg, 2006, p.37 available at: http://www.gutenberg.org/files/19322/19322-h/19322-h.htm

[43] Shelley, P. A Defence of Poetry p.90


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“Ser” necesariamente indica una relación con el espacio. Todo grupo social encuentra o genera un espacio de pertenencia, socialización e intercambio. Crear estos espacios implica de forma paralela “crear-se”. Como señala Adrián Melo en El amor de los muchachos: Las ficciones son figuras, imágenes o ideas –por lo tanto abstracciones no reales- y la literatura es un lugar privilegiado tanto para la manifestación de esas realidades colectivas como para su nacimiento” (Melo, 2005:10). Es por eso que la literatura, como espacio privilegiado para analizar la construcción de nuevas “estructuras de sentimiento”, nos permitirá, en un recorrido a través de las novelas Queer de William Burrough, La ciudad y el pilar de sal de Gore Vidal y Dancer from the dance de Andrew Holleran, dar cuenta de la modificación de la relación de una comunidad con el espacio que habita.

En la historia de la cultura homosexual el desarrollo de un espacio de encuentro y socialización ha sido, en gran parte, la propia historia del movimiento y de su legitimación frente a la sociedad: no hay lucha sin terreno. Es posible distinguir una serie de etapas en la formación de una cultura gay que se desarrolla desde la interioridad la experiencia del ámbito privado, hasta el esbozo de una vida anti-burguesa en la construcción de una identidad en movimiento, la utopía móvil. Cabe señalar que, como bien remarca Melo: “Los libros y las películas son parte de la vida de las personas y se aprende en ellos cosas de la vida” (Ídem: 14). Es decir, como diría Oscar Wilde, “la vida imita al arte”, por lo que también será importante su análisis como potencia para la organización de nuevas formas-de-vida.

La literatura, como posibilidad de representar no la realidad sino un estado de la imaginación, ha sido uno de esos lugares donde se ha planteado la temática de los “espacios” en relación a una identidad gay en construcción. En The City and the Pillar de Gore Vidal, Queer de William de Burroughs y The dancer from the dance de Andrew Holleran es posible encontrar la evolución histórica de la relación entre los lugares de tránsito y socialización, y la legitimación de una cultura gay, poniendo como punto de inflexión la revuelta de Stonewall-in, que sentó los precedentes para una nueva forma de organización espacial de la sexualidad.

The City and the Pillar

En The City and the Pillar de 1946 es posible observar la representación de un “territorio ajeno”, una alienación espacial de los lugares de socialización públicos. El bar aun es un espacio difuso, donde la posibilidad de entablar una relación con un par o alguien con quien tener sexo implica un trabajo hermenéutico. No es inocente que la breve aventura amorosa entre Jim y Bob se concrete en una cabaña alejada, en el cobijo de la noche (Vidal, 1997: 49-50). El gay se ve obligado a leer el lenguaje corporal o el código de vestimenta para poder iniciar un intento comunicación efectivo, ya que el bar es un lugar institucionalizado como punto de encuentro para heterosexuales y aún no hay ningún espacio público de pertenencia que permita otra expresión sexual. Frente al riesgo de “equivocarse” y “ser descubierto” se genera la obligación de realizar una performance, de estar en pose. Aun habiendo encontrado a un par, no hay exteriorización, la comunicación se mantiene al nivel de la sugerencia, lo implícito, lo tácito.

Ante esta situación de identidad velada, sólo existe la posibilidad de actuar como un doble-agente, como si fuera una película policial. Estar ahí significa no-estar-siendo, en tanto sea imposible ejercer la sexualidad libremente. El no encontrarse “ahí afuera” invita a una reacción de interiorización, la relación se lleva al ámbito privado. El único lugar donde se vuelve posible una experiencia relativamente libre de la sexualidad es en el que ofrezca la seguridad de salvaguardar la identidad. “Relativamente libre” significa que aún está condicionada, es decir que ésta tensión entre público y privado genera una contraposición obvia de secreto-aceptación. Se vuelve imposible el vivir una vida plena mientras el afuera, enorme y coercitivo, plantea una relación de negación y resistencia frente a la diferencia.

Esta tensión entre el afuera y el adentro puede observarse en la relación entre Jim y Shaw, el famoso actor cuya sexualidad es un secreto a voces. Si bien corren los rumores sobre la sexualidad de Shaw, todo se reduce al contacto privado, a las fiestas en la mansión. A su vez, esta relación con el ámbito privado del hogar generalmente supone una reduplicación de los valores burgueses de la pareja. La constitución de la relación sigue siendo bajo cierto aspecto de lo femenino-masculino, con valores como la monogamia y la fidelidad.

La imposibilidad de una nueva experiencia con el espacio que los rodea impide la concepción de otros tipos de socialización y relación. La vida en el hogar es una experiencia a partir de lo ya dado, de una herencia cultural que no es propia, pero que a su vez, aun asumiendo esos valores, es imposible de exteriorizar por la hetero-normatividad imperante. En consecuencia, toda sexualidad ejercida fuera del ámbito privado y de los valores burgueses se transforma automáticamente en prostibularia.

Queer

Frente a esta experiencia urbana de la novela de Gore Vidal, William Burroughs ofrece la representación de un doble espacio: la frontera y el gay-bar. Queer, escrita entre 1951 y 1953 pero publicad recién en 1985, es una experiencia fuera del territorio nacional, y no solo eso, es también la experiencia en un territorio donde las leyes que rigen la organización social son inestables. Incluso es posible suponer que es un espacio de creación de leyes continuo, ya que la falta de una regulación explícita propone la ley del más fuerte.

El extranjero, como lugar, es siempre una nueva posibilidad de experimentar la sexualidad bajo nuevas leyes, nuevas cosmovisiones, pero también es el auto-exilio (como también es posible observar en El cuarto de Giovanni de James Baldwin). Lee vive explícitamente su sexualidad e incluso puede identificar donde buscar sexo y quienes son los homosexuales del lugar. Lee traslada las relaciones políticas y sociales de las relaciones entre Estados Unidos y México a su experiencia sexual con Allerton, que rápidamente se vuelve colonial y mercantil. Lee ejerce poder sobre Allerton a través de su dinero. No hay otra ley, no hay contexto social que imponga, regule o sugiera otro tipo de relación que no sea la del poder. Tener dinero, en un terreno salvaje como la Ciudad de México, significa poder imponer leyes, pero ésta relación colonial tiene sus costos. Es imposible mantener la de forma duradera. Al no haber condición de igualdad, Lee se ve frente al dilema de pretender una relación real pero bajo un contrato. Nuevamente el espacio donde se ejerce la sexualidad, condiciona las formas de la misma.

Lo que se encuentra en México es una proto-comunidad colonialista. Están unidos, más que por su sexualidad, por su condición de exiliados. No exiliados en Europa, donde la organización social permite una relación de pares, sino en un país “salvaje”. La inexistencia de una verdadera organización social de la comunidad homosexual, en este caso, supone la imposibilidad de un ordenamiento, de una construcción. Si bien el bar aparece como punto de encuentro, no es tanto por resultado de una militancia o una construcción como de la anomia territorial.

Aun salvando las diferencias, el bar mexicano permite ver un adelanto de lo que será después el gay-bar norteamericano. La situación de haunting, en su variante no mercantil, se transformará en la figura central de los meetings o fiestas. Los bares no tienen, en ningún momento, una función puramente social o lúdica, sino que son el espacio de búsqueda sexual. La imposibilidad de un encuentro público sin caer en la equivocación de encarar a un heterosexual genera que los puntos de reunión aglutinen varias funciones sociales: lugar de reunión y comunicación, lugar de identificación y de encuentro sexual.

Los disturbios de Stonewall-inn suponen un punto de inflexión en la forma de organización y legitimación de los espacios de la comunidad gay. Presa del limbo legal que suponía estar entre las manos de la mafia y de una policía, quienes concurrían al bar se vieron obligados a dar un paso adelante. Como diría Camus en El hombre rebelde, un hombre que dice que no, es alguien que también está afirmando desde el primer paso.

Stonewall-inn ya era un espacio de encuentro totalmente constituido: sus propias reglas, su propia clientela. Con límites marcados, con una identidad marcada, perder el espacio significaba perder también una porción de libertad y legitimidad ganada. La defensa de Stonewall es el ejemplo de como la construcción de espacios es paralela a la de identidades. La creación de la diferencia, de un nuevo lugar donde poder “ser”, donde poder hacer la vida más vivible, aunque sea por un periodo de tiempo determinado, es la respuesta revolucionaria de una identidad que se afirma negando la coerción social del status quo. Como señala Donal Webster Cory en El homosexual en Norteamérica:

[…] la sociedad hace cuánto puede para destrozar a esas personas, para obligarles a vivir de un modo reprensible, para cerrarles las puertas que conducen a mejores condiciones de vida, y después alega que los caminos de la perdición que se han visto forzados a seguir, como justificación de su hostilidad contra ellas (Cory, 1969: 61)

La defensa de un espacio es el paso a seguir después del comming-out o incluso es su faceta definitiva: yo soy y este es mi lugar, perderlo es morir.

The Dancer from the Dance

Por último, The Dancer from the Dance es el despliegue de un devenir constituido. En contraposición a los valores burgueses de hogar y familia, la comunidad gay de New York contrapone una vida en movimiento. ¿Cómo distinguir al bailarín de la danza? La ciudad entera se transforma en una superficie de exploración. Southerland, el rey de la noche, declara en una conversación con Malone, joven recientemente iniciado en la vida nocturna gay de la ciudad, lo que podría ser el manifiesto que explique el porqué del estilo de vida fugaz:

¿Qué incentivos, podemos preguntarnos legítimamente, conserva la vida para nosotros? ¿En favor de qué levantarse de la cama? ¿De esa fatigosa noria de divertidas insinceridades? ¿De esta inmunda sociedad burguesa que los aristotélicos nos impusieron? No, todavía tenemos la opción de vivir como dioses, como poetas. Lo cual nos lleva al baile. Si, -afirmó volviéndose hacia Malone- eso es lo único que queda cuando el amor desaparece: el baile. (Holleran, 1981: 98)

La caída del amor no es otra cosa que la caída del amor burgués. Frente a la estabilidad y el anquilosamiento se propone la vida en movimiento, el sexo sin compromisos. El dinero no tiene otro valor que el del intercambio, no hay nada más importante que la imagen y el disfraz. El nuevo paradigma dice intensidad antes que estabilidad y duración. La superficialidad de las relaciones, de la vida sin trascendencia transforma al hombre en un manojo de pólvora. Los resultados de esta vida pueden verse cuando la novela remarca como aquellos que llegan a viejos viven en barrios marginales, sin un centavo y sin la belleza de su juventud. Vivir es transformarse en una onda expansiva que al mermar sus fuerzas quedará estancada en los márgenes de la ciudad y de la vida misma.

Malone, por el contrario, muestra a la persona nostálgica del amor como experiencia trascendental. Southerland ya es un flaneur de Nueva York, que busca vergas grandes y experiencias en baños o parques, pero Malone se siente presa del vacío. Alguna vez creyó que otro tipo de amor era posible. Repitiendo la misma secuencia mencionada en anteriormente, la casa aparece como ese espacio reservado para la intimidad y la pareja tradicional. Malone sueña con una casa blanca, con hijos, con una pareja, sin embargo haber vivido la vorágine de la ciudad lo pone en un dilema. Cómo amar si ya ha sido corrompido por la vida sin futuro, por el día a día de las relaciones sin compromiso, en las que siquiera el dinero tiene un gran valor. No se vive para ser rico ni para ahorrar, solo funciona como combustible para sostener la intensidad del estilo de vida.

En Dancer from the Dance ya existe una convivencia de espacios entre heterosexuales y homosexuales, pero la línea divisoria esta signada por una cuestión cronológica. Mientras los demás duermen, ellos toman las calles, los parques, las discotecas, las mansiones. El baile se transforma en una metáfora de la vida, un desplazamiento sobre la superficie a un ritmo determinado. La música non-stop motiva al fluir del movimiento, donde las parejas bailan, se tocan y se intercambian sin siquiera cruzarse una palabra.

El espacio de la discoteca establece una nueva relación de los cuerpos. Explicita la fisicalidad de las relaciones homosexuales, pone en juego la estética, el brillo, el show. Bailar, moverse bien en la pista es un valor supremo, no por el simple hecho de bailar en sí mismo, sino por lo que eso significa a nivel de las relaciones. Un bailarín está cómodo con su cuerpo, fluye, es dinámico y está rodeado de la mística del encantamiento sin pronunciar ni una sola palabra. Las drogas sólo son una forma más de renunciar a la razón para poner en su lugar a la sensibilidad, literalmente, a flor de piel. Como la conversación que el narrador oye en una librería: “Pero el intelecto no te puede ofrecer ninguna razón para vivir –arguyó su compañero-. Eso ha de salir del corazón. No hay razón que justifique per se la vida. La gente actúa movida por el corazón, no por el cerebro. No hay razón para vivir”.

Los bailarines son actores de teatro de improvisación, actúan sin guion, se desplazan en un escenario que es la ciudad entera. Como si fuera alquimia, equivalencia de intercambio, sacrificar trascendencia por superficie pone el reloj a correr. Vivir, encontrar una identidad, defenderla, ganar un terreno supone, de la manera que sea, poner la vida en juego. La ciudad, con su ritmo nocturno incansable, se alimenta de sus visitantes para mantenerse viva. Conquistarla es abandonar toda fe de un amor eterno. Entrar en su ritmo, sin las concesiones de la moral hogareña burguesa, es verse enfrentado a los ojos de Baudelaire cuando la fugacidad le arrebató el amor en el poema “A una pasante”.

Bibliografía

-Burroughs, William, Queer, Barcelona, Anagrama, 2002

Holleran, Andrew, El danzarín y la danza, Barcelona, Argos Vergara, 1981.

-Melo, Adrián. El amor de los muchachos: homosexualidad & literatura. Buenos Aires, Ediciones LEA, 2005.

-Vidal, Gore, La ciudad y el pilar de sal, España, Grijalbo Mondadori, 1997.

-Webster Cory, Donald. El homosexual en Norteamérica. México, Compañía General de Editores, 1969.

Sobre el autor:

Alan Ojeda (1991) Cursó el CBC en el 2009. Es Licenciado en Letras (UBA), Técnico superior en periodismo (TEA) y se encuentra cursando la maestría en Estudios Literarios Latinoamericanos en la Universidad Nacional Tres de Febrero. Es docente de escuela media, periodista e investigador. Coordinó los ciclos de poesía y música Noche Equis y miniMOOG, y condujo el programa de radio Área MOOG (https://web.facebook.com/area.moog); colabora con los portales Artezeta (www.artezeta.com.ar), Labrockenface (www.labrokenface.com), Danzería (www.danzería.com), Kunst (http://revistakunst.com) y Lembra (http://revistalembra.com). Es editor de Código y Frontera. Publicó los poemarios Ciudad Límite (Llantodemudo 2014), El señor de la guerra (Athanor 2016) y Devociones (Zindo&Gafuri 2017). Actualmente se encuentra realizando investigaciones sobre literatura y esoterismo.

“Cesare Pavese ’s Lyrical Understanding of Human Reality in the Age of the Anthropocene”

pavese

you can see Dr. Crank’s books here: The Invisible Militia / Testament / Utopía poética, Impotencia amorosa e imaginación temporal


A few years ago, while wandering in the streets of Torino, I suddenly stopped by the frontispiece of the Hotel Roma, not far from the train station, which attracted my attention for its somewhat atypical architectural style. Italy is by far the country that I have explored the most, and having spent so much time in manifold hotels throughout Italy, the style of the balconies of the hotel remained in my memory as I made my way back to the place where I was staying in downtown Torino. A fast Google search revealed that Cesare Pavese, one of my favourite Italian authors, had died precisely at the Hotel Roma.  

2020 marks the seventieth anniversary of the suicide of Cesare Pavese, on August 27, 1950, in the room 346 of the Hotel Roma. On the desk of the room, Pavese left his final poetry collection, Verrà la morte e avrà i tuoi occhi (Death will Come and (She) will Have Your Eyes) published posthumously in 1951. Pavese’s last diary entry declared, as a fatidic statement, “Non scriverò più” (“I will write no more”). Then his body surrendered to an overdose of barbiturates. 

Leafing through the pages of Verrà la morte e avrà i tuoi occhi, one can fathom both the melancholy and the sense of hope that the poetry collection transmits. In the most popular poem of the collection, “Verrà la morte e avrà i tuoi occhi,” Pavese draws an image that evokes the nature of being alive while also containing a finite number of time within ourselves:

“questa morte che ci accompagna

dal mattino alla sera, insonne,

sorda, come un vecchio rimorso

o un vizio assurdo”

(“this dead life that lives within us

from sunrise to dawn, sleepless,

deaf, like an old remorse

or an absurd vice.”)[1]

The poem suggests that, right at the time of waking up, the whisper of death is right next to us as an inherent element of our human condition. The fact that Pavese creates an image of death that is sleepless and deaf remarks that even though we continuously attempt to bargain for more time in this life, the nature of death implies that ¾no matter how we try to extend our finitude¾ the only certainty we posses is that of dying. It further alludes that, “per tutti la morte ha uno sguardo” (“Death has a glance for everyone”), which is to say that once the inevitable end approaches the essence of what we are will belong to eternity. After all, we are to spend more time dead than alive, or at least that is what until the early decades of the third millennia we still know.

            However, Pavese was not always hopeless about his understanding of life as in Verrà la morte e avrà i tuoi occhi. In Dialoghi con Leucò, published in 1947 by Einaudi, Pavese departs from a romantic vision of the human reality to compile a series of dialogues among Greek mythological characters and natural elements. In the first dialogue, between Ixion ¾the son of Ares¾ and Nephele ¾a cloud nymph¾ there is a glimpse of what has been labelled in recent years as the Anthropocene, a geological time period in which humans have irreversibly altered Earth’s biological systems. Nephele tells Ixion with an admonitory tone, “There is a law, Ixion, which we all must obey,” to which Ixion replies, “That law does not reach this realm, Nephele. Here the law is snow, gale, and shadows.” Later, Nephele states prophetically:

“The fate of humans has changed. There are monsters. They have imposed a limit to you, humans. Water, wind, stone and clouds are no longer yours, you can’t use them anymore by procreating and doing what you call living. Now different hands dominate the world. There is a law, Ixion.”   

The divine law of nature appears as the new force that organizes human destiny. Human activities, as the theories behind the Anthropocene suggest, have enacted such an impact that humans have to be set apart from Gods for the sake of life. There is a glimpse of the complex relationship among nature, Gods, and humans in the dialogue “The Blind,” in which Oedipus and Tiresias engage in conversation. To Oedipus’ question of why are Gods useful, Tiresias replies:

“The world is older than them. Space was already everywhere, bleeding, enjoying, he was the only God – when Time hadn’t been born yet. The things themselves ruled back then. Things used to happen – now, under the rule of Gods, everything has become words, illusions, fear. But Gods can easily annoy, make things get close or push them away. They can’t touch them or change them. They – the Gods – arrived too late.”   

Space and Time, as Pavese eloquently establishes, were ruling over the world even before divinity had captured the human imagination. In the same dialogue, Tiresias declares to Oedipus that for someone blind everything represents a crashing point, thus suggesting that both the natural laws and the divine are realms beyond the human comprehension. Nevertheless, the crashing effects of human actions have a transcendental impact in the development of those laws. Here Pavese echoes one of the main premises behind the Anthropocene, for human activities, like industrialization and its environmental consequences, have reached such intensity that we are living in a new era in which is inevitable not to consider human actions as a direct threat to nature.     

            In the dialogue “The Mares,” Hermes asks the centaur Chiron to raise the child of Coronis, who had died incinerated like an ear of wheat. Chiron, known as the wisest and most just of all the centaurs, tells the child with a sorrowful mood, as if this child had been born amidst the contemporary convulsion of global warming:

“Child, it would’ve been better that you stay among the flames. You did not inherit one single attribute from your mother, except your sad human form. You are the son of a blinding and cruel light, and you must live in a world of dying and desperate shadows, a world of corrupt flesh, of fever and sighs ¾everything comes from the Radiant. The same light that made you will search under every stone of the world, and with implacable hate will show you that everywhere there’s sadness, calamity, and the vilification of all the things made in this world. Only the serpents will take care of you.”  

It is not gratuitous that Hermes, messenger of the gods, brings this child ¾whose destiny is marked by sadness and calamity¾ into the human world, as if he was the symbol of the future generations that will inhabit the Earth. Depictions of the Anthropocene do not have to rely on future possible scenarios, the current effects of post-industrialization are more than visible all over the world. Images of poverty, environmental deterioration, aggressive emissions of toxins, intense drought, annihilation of animal species, overpopulation, and catastrophic natural phenomena compose altogether the symphony of the Anthropocene.[2] These images of collapse are present through mythological allusions in Dialoghi con Leucò, as if Pavese had envisioned – after experiencing the psychological effects of WWII – the world to come. Furthermore, in Dialoghi con Leucò each character aims at symbolizing a personality trait that plays a role against the natural world and the divine powers that ultimately control the destiny of humanity.

            In Lavorare stanca, published in two editions between 1936-1943, Pavese frames the human fate focusing on solitude and masculinity’s lack of vision to establish a meaningful communication with society. Both self-absorption and negligence are at stake in the configuration of the postmodern global order that is currently in crisis as climate change exemplifies. In the poem “Paesaggio VIII,” Pavese creates an apocalyptic image in which memories begin at night with the sound of a river, then he adds that, “L’acqua / è la stessa, nel buio, degli anni morti” (“Water / is the same, in the darkness, of the years dying”), as if the water in its stagnation had been slowly decaying until the water’s death. The last stanza of the poem recovers the image of the water, this time in the form of a dark ocean, as if the river of the opening lines had finally arrived at its fateful destination. The poem ends with a sonic image, “Le voci morte / assomigliano al frangersi di quel mare” (“The dead voices / are similar to the breaking waves of that ocean”). Dead years and dead voices flow into the revolting, yet devastated waters of a dark ocean, as if Pavese had envisioned these catastrophic images as future scenarios.

            In the poem “Lavorare stanca,” in one line Pavese condenses the maladies of both modernity and postmodernity, “Val la pena esser solo, per essere sempre più solo?” (“Is it worth it to be alone, only to be always more alone?”), as if the individualism cultivated by the modern man, suddenly deprived of its former romantic façade, had deepen after WWII to reconfigure individuality as an even more lonely condition. This series of Anthropocenic images acquire a more urgent tone in the poem “Rivolta.” The poem begins underlying the blindness inherent to spiritual death, “Quello morto è stravolto e non guarda le stelle” (“That dead man is deformed and does not look at the stars”), and ends emphasizing that along with spiritual death comes total destruction, “Pure, in strada le stelle hanno visto del sangue” (“Also, the stars have seen the blood in the streets”). In this poem, the stars are the final witness of humanity’s death, echoing the famous beginning lines of Pavese’s “Verrà la morte e avrà i tuoi occhi.”

“Verrà la morte e avrà i tuoi occhi

questa morte che ci accompagna

dal mattino alla sera, insonne,

sorda, come un vecchio rimorso

o un vizio assurdo. I tuoi occhi

saranno una vana parola,

un grido taciuto, un silenzio.”

(“Death will come and (she) will have your eyes

this dead life that lives within us

from sunrise to dawn, sleepless,

deaf, like an old remorse

or an absurd vice. Your eyes

will be an empty word,

a quiet cry, a silence.”)

The last dialogue of Dialoghi con Leucò, “The Gods,” is a conversation at the top of a sacred hill between two unnamed characters. As the conversation unravels, the natural elements become echoes of ancient primeval divinities, in a time when the air used to provoke shivering memories, nocturnal fears, mysterious threats. Through all the previous dialogues, Pavese establishes a broad conversation about the nature of divinity and the role it plays in the order of the world. The power of words appears as the essential bridge between humans and the divine, and if a human ever encountered or witnessed the existence of a Goddess or a God, it was thanks to the language of nature. The dialogue ends with a question that inquires into the possibility of rebuilding such encounters, “And do you believe in those monsters, in bodies with the appearance of beasts, in the living rocks, in the divine laughter, in the words that annihilated?” The reply is both eloquent and unveils a quandary of our times:

“I believe in what all men have suffered and desired. If in other times they climbed to these rocky heights or searched for deadly swamps under the sky, they did it because they were still able to find something that we ignore. It wasn’t the bread or pleasure or good health. We know where to find those things. Not in this place. And people like us that live far from here, near the ocean or the fields, we have lost that other thing.”

As we worry about the uncertain future that awaits future generations and the relationship that they will be able to establish with the natural forces, particularly considering the wide array of issues that the Anthropocene has placed over the table, one wonders if as Pavese suggests in Dialoghi con Leucò there was indeed a time in which humans wandered among divine entities. The last exchange of the dialogue engages these ideas:

“ – Name it, then, that thing we have lost.

– You already know it. The encounters they once had with them, the Gods.”

As the Earth has been dramatically altered by humans in the current geologic time period, the restoration and the healing of the biological systems of our planet will fall upon the people to come. Meanwhile, we are mere witnesses of a biological system in crisis that keeps bringing to the surface an overwhelming reality of fear and despair. Seventy years after Pavese’s death, a text like Dialoghi con Leucò offers to our imagination many reasons to believe that both the restoration and the healing of Earth’s biological systems are possible. And why not? Perhaps we would be able to also recover the organic communication that once we had with them, the Gods.     


[1] All the translations from the Italian are mine (Verrà la morte e avrà i tuoi occhi, Lavorare stanca, and Dialoghi con Leucò).

[2] More visualizations of the Anthropocene can be found at www. anthropocene.info.


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Un hombre se mira al espejo, y dice: “Mascota, ven aquí”

Sobre Los cuerpos del verano de Martín Castagnet

por Alan Ojeda

Este trabajo podría empezar así. Un hombre se mira al espejo, y dice: “Mascota, ven aquí”. A su cuello hay atada una correa que, a su vez, está enganchada en su mano. Acto seguido sale a caminar. Como un Golden Retriever, camina libre, paseándose a sí mismo. Sin embargo, no escapa ni se va demasiado lejos. A la vuelta de la esquina está, quizá, el verdadero dueño de la correa. Sin embargo ese dueño es “[…] traslúcido, inestable, viscoso” (Castagnet, 2012: 20). Como señala el narrador de Los cuerpos del verano (2012), de Martín Felipe Castagnet: “Mientras lo digo imagino una medusa. Millones de algas protegidas para siempre dentro de la campana de la medusa” (Ibídem). Este dueño parece una versión despersonalizada de Yivo, el extraterrestre planeta con genitáculos1 de la serie animada Futurama, puesto que ya no hay un poder central que ejerza el dominio, sino un habitar en un gran organismo. La relación entre el hombre y esa medusa es de co-dependencia.

Este trabajo pretende realizar un análisis de los problemas de las homeotecnologías (Sloterdijk: 2000) en relación con el mercado a través de la lectura una novela contemporáneas del escritor argentino Martín Felipe Castagnet: Los cuerpos del verano (2012). Esta ficción nos permitirá desarrollar posiciones estratégicas y reconstruir una ontología trascendental a partir de la cual plantear nuestro vínculo con el mundo y nosotros mismos frente al actual estado de la técnica.

Mercado, cuerpo e identidad

Si pensamos en estas novelas como lo que Josefina Ludmer llamó “ficciones especulativas”2, Los cuerpos del verano nos ofrece la experiencia de un mundo “post-humanos” o “ciborg”, donde podemos pensar el devenir de lo humano en una nueva etapa de la tecnificación de la vida. En esta novela la tecnología permite a los muertos entrar en un “estado de flotación” en internet, mientras su familia o el Estado (en algunos casos) les consiguen un nuevo cuerpo donde ser “quemado”3. Cada cuerpo puede ser quemado tres veces. Mientras tanto, el mercado de cuerpos ofrece una gran gama de posibilidades: cuerpos de todas las edades, cuerpos para satisfacer fetiches raciales, cuerpos de animales, etc. Para mantener el orden, existe un registro llamado Koseki4 que se encarga de mantener documentada a qué “identidad” designada por el Estado pertenece cada cuerpo, por si es necesario averiguarlo. Estado y mercado parecen fusionados. De esta manera, esta novela nos ofrece un panorama sobre múltiples temas: identidad, mercado, tecnología, poder y límites de la experiencia, entre otros.

Como señala Daniel Link en el prólogo de Escalera al cielo: “Mientras la literatura gótica interroga la muerte, la ciencia ficción se pregunta por la vida y sus posibilidades”. Sin embargo, el hecho pensar estas posibilidades se han visto dificultado por vestigios de una consciencia humanista que se niega a aceptar como positivos los devenires que considera “no-humanos” o artificiales, como los embodiments, modificación genética y la cibernética5, bajo la experiencia paranoica de “El Control”. Gran parte de las lecturas actuales, como señala Sloterdijk en “El hombre operable”, continúan personificando al Capitalismo, pensando en términos de una dialéctica de amo-esclavo y oponiendo lo natural a lo artificial:

La histeria, de hecho, consiste en la búsqueda de un amo contra el que poder alzarse. No se puede descartar que el efecto ‘amo’ esté en proceso de disolución, y subsista más que nada como el postulado del esclavo fijado en la rebelión, como izquierda historizada y humanismo de museo. En contraste, un principio de ala izquierda con algún signo de vitalidad debería reinventarse constantemente por medio de la disidencia creativa, así como el pensamiento del homo humanus sólo puede mantenerse en resistencia poética contra los reflejos metafísicos de la humanolatría. […] (Sloterdijk, 2000: 4)

A lo que agrega:

[…]Si ‘hay’ hombre es porque una tecnología lo ha hecho evolucionar a partir de lo pre-humano. Ella es la verdadera productora de seres humanos, o el plano sobre el cual puede haberlos. De modo que los seres humanos no se encuentran con nada nuevo cuando se exponen a sí mismos a la subsiguiente creación y manipulación, y no hacen nada perverso si se cambian a sí mismos autotecnológicamente, siempre y cuando tales intervenciones y asistencia ocurran en un nivel lo suficientemente alto de conocimiento de la naturaleza biológica y social del hombre, y se hagan efectivos como coproducciones auténticas, inteligentes y nuevas en trabajo con el potencial evolutivo. (Ibidem)

Por ejemplo, es inútil oponer, en términos de control y organización de las formas-de-vida, Mercado y Estado, ya que el estado es el garante del correcto funcionamiento del sistema. En última instancia podríamos, establecer formas de interacción: o el Mercado impone axiomáticas al estado, o el Estado impone axiomática al funcionamiento del mercado.

Estos problemas pueden observarse claramente en Los cuerpos del verano, que se inscribe dentro de una hipótesis liberal, donde el mercado es el que ofrece (aunque con las limitaciones que le son propias) líneas de fuga, exploración y desterritorialización a través de la venta de cuerpos y producción de órganos sintéticos que permiten prolongar y hasta abolir la muerte, mientras el Estado ocupa un mínimo rol de organizador de información y clasificación, re-territorializando las identidades-consciencias en un registro de cuerpos, el registro Koseki, e imponiendo unas mínimas leyes para el funcionamiento del uso de los cuerpos. De hecho, el mercado pena la pulsión de la “mismidad”. Dentro de la novela hay un grupo de personas llamados “panchamas”, palabra que designa a los seres que han decidido ser “quemados” en su antiguo cuerpo. Los panchamas son vistos por la sociedad como seres de mala suerte, sucios y similares a los animales. Esto implica pensar nuestras posibilidades, como lo hace Mark Fisher en Realismo Capitalista, a través de la frase de Tatcher: “No hay salida”. Partir de esta idea significa desarrollar una teoría inmanentista de la apropiabilidad de las condiciones materiales de existencia. No hay ahora (y quizás nunca la hubo desde el comienzo del proceso de globalización) alternativas de construcción identitaria fuera del mercado. Por ejemplo, en Los cuerpos del verano hay dos posibilidades de disolución de la identidad que ofrece la nueva organización de lo viviente. La primera es el estado de flotación donde “Una persona dentro de la red puede convertirse en un Buda, si evita las redes sociales y la pornografía” (Castagnet, 2012: 37). La segunda es resultado del pasaje de la consciencia de un cuerpo a otro. El ejemplo más claro es el de Rama, el narrador y personaje principal que, a lo largo de la novela habita en el cuerpo de una mujer gorda entrada en años, un africano joven y, por último, un caballo. Al final de la novela, en su “devenir-caballo”, el narrador dice:

Vera me llama “papá”. Gales me llama “abuelo”. Septiembre me llama “Ramiro”. Los chicos me llaman “Rama”. Cuzco continúa llamándome “señor”. Puedo oler cómo se disuelve mi ego. Los demás caballos no tienen un nombre para mí. El último miembro fantasma desaparece. (Idem: 114)

Es por eso que, para re-pensar nuestra relación con el mercado y “lo artificial” o la técnica, es necesario reconstruir una trayectoria del desarrollo tecnológico que exponga nuestro papel en relación a sus cambios, de la misma manera que Eric Sadin propone una “antrobología”, es decir una antropología-robótica en su libro La humanidad aumentada. En este caso, Peter Sloterdijk nos ofrece dos términos que nos ayudan a orientar esta reflexión: alotecnología y homeotecnología.

Las alotecnologías son aquellas tecnologías que necesitan violentar la materia para modificarlas. De alguna manera se orienta a la visión de la técnica utilizada hasta Heidegger. La alotecnología engloba desde un martillo hasta la bomba atómica: la técnica como un método que destruye para re-crear. Por otro lado, la homeotecnología surge desde el momento en el que “hay información”, es decir, datos objetivos sobre la materia, lo que permitiría aprovechar esa información para modificar la materia sin violencia. Un claro ejemplo es la manipulación genética, donde materia y forma no son dos elementos opuestos, sino que existe una única cosa: materia informada. Ese “hay información” implica un conocimiento objetivo que el hombre sufre como vejación (una nueva vejación a las tres que ya había señalado Freud) ya que se trata de una experiencia a-subjetiva. Incluso, podríamos pensar que el devenir-Buda en el estado de flotación, está relacionada directamente a esta circunstancia. La consciencia búdica en estado de flotación, libre de los límites corporales, casi indescriptible en términos humanos, es resultado directo de esa experiencia a-subjetiva, de estar en el flujo donde “hay información”. Asumir la condición ciborg implica pensar nuestra condición como hijos bastardos del capitalismo:

El ciborg se sitúa decididamente del lado de la parcialidad, de la ironía, de la intimidad y de la perversidad. Es opositivo, utópico y en ninguna manera inocente. Al no estar estructurado por la polaridad de lo público y lo privado, define una polis-tecnológica basada parcialmente en una revolución de las relaciones sociales en el oikos, la célula familiar. […] A la inversa de Frankenstein, el ciborg no espera que su padre lo salve con un arreglo del jardín (del Edén), es decir, mediante la fabricación de una pareja heterosexual, mediante su acabado en una totalidad, en una ciudad y en un cosmos. El ciborg no sueña con una comunidad que siga el modelo de la familia orgánica aunque sin proyecto edípico. El ciborg no reconocería el Jardín del Edén, no está hecho de barro y no puede soñar con volver a convertirse en polvo. […] Su problema principal, por supuesto, es que son los hijos ilegítimos del militarismo y del capitalismo patriarcal, por no mencionar el socialismo de estado. Pero los bastardos son a menudo infieles a sus orígenes. Sus padres, después de todo, no son esenciales. (Haraway, 1984: 4)

De esta manera, la tecnología no aparece como un simple método de control cada vez más sutil, sino como el ecosistema propio del ser humano que ha desarrollado nuevas formas de conocerse a si mismo y modificarse. Dentro de esta hipótesis liberal que nos ofrece Los cuerpos del verano, donde la única limitación real es el tipo de cuerpo al que podemos acceder gracias a nuestro poder adquisitivo, lo que se pone en juego es nuestra inteligencia creativa, es decir la posibilidad de operar sobre esas limitaciones. Muerta la idea de un “poder-central”, que organiza y vigila, al que oponernos, cuando las relaciones de poder se transforman en esa gran medusa que todo lo envuelve, el paso que debe asumir el individuo es el de la auto-producción. La tecnología es la piel que habitamos (“[…] observaba mi batería por primera vez, enchufada a mi cuerpo como una correa entre el perro y su amo”) (Castagnet, 2012: 11) y, por lo tanto, ya no hay una relación de sujeto vs objeto, donde uno se resiste al otro, sino todo lo contrario. Incluso, podríamos pensarlo en los términos de otro autor de ciencia ficción, Cordwainer Smith, como un “Proyecto de complementación humana”, idea que dio lugar al argumento principal de la serie de animé Evangelion, que también es uno de los materiales con los que trabaja la novela6.

Cuando Rama, el narrador dice que la tecnología “no es racional; con suerte es un caballo desbocado que echa espuma por la boca e intenta desbarrancarse cada vez que puede. Nuestro problema es que la cultura está enganchada a ese caballo.” (Idem: 32) exhibe, todavía, esos restos del pensamiento humanístico en los que la tecnología es una esfera separada de la cultura. Mientras concibamos nuestro ser-tecnológico como una esfera separada de lo humano y de la cultura, nos encontraremos desbarrancando. Asumirse ciborg implica entender que nosotros somos el caballo, la tecnología y la cultura. Es sobre esa premisa que nos volvemos, a un nuevo nivel, dueños de nosotros mismos y capaces de operar sobre nosotros como máquinas. Esto supone, antes que nada, la necesidad de una pedagogía tecnológica, la necesidad de devenir tecnólogos para poder pensar como verdaderos humanistas. Si el artificio es el lugar en el que habita el hombre (incluyendo ahí su conceptualización de eso que llama “naturaleza”), esta nueva variable halotecnológica hacia la que avanzamos rápidamente debe pensarse como un nuevo punto para pensar los nuevos límites de nuestra libertad y nuestras nuevas responsabilidades sobre este cuerpo-máquina hijo bastardo del mercado.

La identidad ya no es lo que era

En Starmaker (1933), la hermosa novela de ciencia ficción del inglés Olaf Stapledon, una consciencia logra alcanzar el estado de “consciencia universal” a través de un proceso similar al que podemos ver en Los cuerpos del verano: la consciencia del narrador descubre que puede despegarse de su cuerpo, y comienza a viajar en el tiempo-espacio hasta otros planetas y galaxias. En ese proceso también descubre que puede habitar cuerpos y experimentar nuevas sensaciones mientras dialoga con la consciencia del dueño original del cuerpo. Tarde o temprano las consciencias se fusionan y salen a buscar nuevos cuerpos. La capacidad de conocer lo diferente reside, principalmente, en la experiencia corporal, en el “habitar un cuerpo”. Esto quiere decir que el cuerpo aún posee una potencia irreductible para el conocimiento y que la experiencia de la consciencia depende, en parte, de él. Pensar lo contrario es, en cambio, volver a los viejos postulados cartesianos de res cogitans y res extensa. El cuerpo es una frontera, al mismo tiempo un límite y un punto de contacto, lo que nos sugiere que no hay solución en pensamientos o posiciones binarias, sino que se piensa dentro o en los límites del problema. En este caso, la novela nos ofrece la posibilidad de una superación de la identidad por dos vías. La primera es la vía ascética a-subjetiva, el estado de privación senso-corporal a través del “estado de flotación” donde, como en la película Her (Spike Jonze 2013), la consciencia como serie de datos con determinados principios y parámetros se somete al camino hacia el conocimiento absoluto gracias a la información disponible en la red. La nostalgia de este estado etéreo es lo que tensiona a los cuerpos “quemados” luego de un periodo largo de flotación: “[…]el periodo de abstinencia a internet luego del estado de flotación puede ser duro” (Idem: 13). La otra vía es la que podríamos denominar como “nomadismo somático”, a través del cual el individuo multiplica sus niveles de comprensión y sensibilidad con cada nuevo cuerpo habitado, tensionando su identidad hasta la disolución.

Como señalan Deleuze & Guattari en “Año 0”, en Mil Mesetas, la “rostridad”, el hecho de tener un rostro identificable, es decir una identidad, se encuentra directamente relacionada con las necesidades de organización estatal. Uno posee una identidad no tanto porque la desee (deseo que se crea posteriormente) sino porque necesita ser identificado. Si bien en un principio esta fue una condición sine qua non para organizar el mercado, podríamos decir que, actualmente, se ha cumplido el deseo de Friedrich von Hayek, como señala Josefina Ludmer en Aquí América Latina, es decir que el mercado se ha transformado en el único espacio-tiempo posible. Si antes la identidad era una cuestión de estado para organizar y ejercer el poder, ahora, flota como un bien dentro del mercado. Uno puede comprar un cuerpo y, por lo tanto, la experiencia de ese cuerpo. De lo contrario ¿Por qué penaría la sociedad la re-utilización del cuerpo propio si no fuera porque es necesario que así sea para mantener el tráfico de cuerpos en el mercado? En el sistema actual y hacia el cual nos dirigimos, nuestra única identidad es la de usuarios o consumidores, ambas dominadas por algoritmos. Entre esos algoritmos se encuentran nuestros deseos de identidad.

La novela de Martín Felipe Castagnet, Los cuerpos del verano, nos permite pensar el problema de la identidad desde una nueva perspectiva. El ciborg, nuestra condición actual como habitantes del mundo ¿Puede decir “yo soy” o es simplemente un choque heterogéneo de agenciamientos post-genéricos y post-identitarios? ¿Es la identidad una ficción tan comercializable como los best-sellers? ¿Qué hacer entonces? ¿Hay alguna resistencia que ejercer? ¿Contra quién? ¿Debemos optar, como los Panchamas, a pudrirnos con nuestro cuerpo mientras dure y quedar al margen del mercado o debemos superar la nostalgia humanista para aceptar nuestro futuro en un sistema homeotecnológico? En este caso, Los cuerpos del verano nos dice, nuevamente, que no hay salida. Ya es hora de mirarse al espejo, ponerse la correa y sacarse a pasear hasta que no nos interese si hay o no un dueño esperándonos a la vuelta de la esquina.

Notas

1 Los genitáculos son tentáculos con fines reproductivos.

2 “La ficción especulativa (un género moderno global, y en este momento latinoamericano, que hoy parece ser más fantasy que ciencia ficción) inventa un universo diferente del conocido y lo funda desde cero. También propone otro modo de conocimiento. No pretende ser verdadera ni falsa; se mueve en el como si, el imaginemos y el supongamos: en la concepción de una pura posibilidad” (Ludmer, 2010: 10)

3 N de A: El verbo quemar es el mismo que se utiliza hacer referencia al acto de grabar CDs o DVD´s.

4 El Koseki o Registro Familiar es, en la vida real, el registro más antiguo del mundo; durante más de un milenio, el gobierno japonés ha registrado los momentos más importantes en las vidas de todas las familias del Japón. El actual sistema de registro familiar se adoptó poco tiempo después de la restauración del Meiji en 1868. Actualmente, el Ministerio de Justicia usa el Koseki para registrar familias, seguir el rastro de nacimientos, matrimonios, muertes, convicciones criminales, etc.

5 Para profundizar sobre la noción de cibernética, leer La hipótesis cibernética de Tiqqun

6 https://revistatonica.com/2012/12/17/la-mitad-de-mi-novela-la-robe-de-evangelion/

Bibliografía

CASTAGNET, Felipe Martín, Los cuerpos del verano, Factotum, Argentina,2012

-HARAWAY, Donna, “Manifiesto Ciborg” (Versión digital https://xenero.webs.uvigo.es/profesorado/beatriz_suarez/ciborg.pdf)

-LUDMER, Josefina, Aquí América Latina, Eterna Cadencia, Argentina, 2010

-SLOTERDIJK, Peter, “El hombre operable” (Versión digital http://www.oei.org.ar/edumedia/pdfs/T12_Docu1_Elhombreoperable_Sloterdijk.pdf)

Sobre el autor:

Alan Ojeda (1991) Cursó el CBC en el 2009. Es Licenciado en Letras (UBA), Técnico superior en periodismo (TEA) y se encuentra cursando la maestría en Estudios Literarios Latinoamericanos en la Universidad Nacional Tres de Febrero. Es docente de escuela media, periodista e investigador. Coordinó los ciclos de poesía y música Noche Equis y miniMOOG, y condujo el programa de radio Área MOOG (https://web.facebook.com/area.moog); colabora con los portales Artezeta (www.artezeta.com.ar), Labrockenface (www.labrokenface.com), Danzería (www.danzería.com), Kunst (http://revistakunst.com) y Lembra (http://revistalembra.com). Es editor de Código y Frontera. Publicó los poemarios Ciudad Límite (Llantodemudo 2014), El señor de la guerra (Athanor 2016) y Devociones (Zindo&Gafuri 2017). Actualmente se encuentra realizando investigaciones sobre literatura y esoterismo.

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Narciso o el nacer de la mirada

Narciso o el nacer de la mirada

Dies also: dies geht von mir aus und löst
sich in der Luft und im Gefühl der Haine,
entweicht mir leicht, und wird nicht mehr die Meine
und glänzt, weil es auf keine Feindschaft stößt.

Dies hebt sich unaufhörlich von mir fort,
ich will nicht weg, ich warte, ich verweile;
doch alle meine Grenzen haben Eile,
stürzen hinaus und sind schon dort.
Und selbst im Schlaf: nichts bindet uns genug.

Nachgiebige Mitte in mir, Kern voll Schwäche,
Der nicht sein Fruchtfleisch anhält. Flucht, o Flug
von allen Stellen meiner Oberfläche.
– – – – – – – – – – – – – – – – – – –
Jetzt liegt es offen in dem teilnahmlosen
zerstreuten Wasser, und ich darf es lang
anstaunen unter meinem Kranz von Rosen.
Dort ist es nicht geliebt. Dort unten drin
ist nichts als Gleichmut überstürzter Steine,
und ich kann sehen, wie ich traurig bin.«
– – – – – – – – – – – – – – – – – – –
(Aus: »Narziß« von Rainer Maria Rilke. Manuskript.)

Manuscrito: “Narciso“, Rainer Maria Rilke

Y esto: esto emerge de mí y se disuelve
en el aire y en el sentir de la arboleda
Y casi se escapa, y no será más mío
Y brilla, pues ninguna enemistad lo afronta
 
Esto se eleva, incesante, fuera de mí
No quiero estar fuera, espero, me detengo;
Pero todos mis confines me apresuran 
Caen hacia fuera y ya están allá.
Y aún durmiendo: nada puede contenernos del todo.
 
Dócil centro en mí, núcleo poblado de debilidades,
Sin semejanza alguna con la propia carne frutal, fuga 
O vuelo desde cada punto de mi superficie.
– – – – – – – – – – – – – – – – – – –
Ahora, abierto, yace en el agua imparcial,
desperdigada y, bajo mi corona de rosas,
consiento admirarlo largamente.
Allá no es amado. Allá dentro,
en el fondo, no hay más que ecuánimes piedras apiladas,
y puedo mirar: qué triste me encuentro.

El poema se encuentra citado en la nota al pie no. 5 del texto de Lou Adreas Salome “Narzißmus als Doppelrichtung”. Buscando, aún no encontré una traducción previa al español. Esto, por supuesto, no significa que no exista. Sin embargo, aquí presento mi propia traducción, aún inédita.

“Weg-sein”: estar fuera, desprendido, disuelto el vínculo primario/elemental consigo mismo, desvinculación del narcisismo primario

En la literatura alemana abundan las líneas con las palabras “weg-sein” o simplemente “weg”, acomparsadas con un “quiero” o “no quiero”. En este poema, “Narciso“, de Rilke, por ejemplo, en el segundo verso de la segunda estrofa: “ich will nicht weg“, “no quiero estar fuera“. Otro ejemplo paradigmático es la primera línea del Werther, que también es eco profundo del Narciso mítico: “Wie froh bin ich, dass ich weg bin…”, “Qué alegre estar fuera de mí“. Resulta un enigma lingüístico imaginar el sentido de este “weg“, de ese lejano y misterioso “no estar-estando“, “estar sin estar“. Al contrario del heideggeriano “Dasein”, ser-ahí, parece oponerse a este “weg-sein“, como un no-estar-ahí, y no obstante, estar ahí sin desearlo.

Lou A. Salome cita estos versos en su texto hermenéutico del término “narcisismo” freudiano, en donde esclarece su duplicidad, la dinámica de sístole y diástole del yo en una pérdida y una ganancia conjuntas de si mismo y del mundo “allá fuera”. El núcleo de la doble naturaleza del narcisismo se encuentra claramente imaginado en el poema de Rilke dedicado a Narciso, aquel “padrino de bautizo” de semejante fenómeno humanamente precioso.

La emergencia o Nacimiento del yo es una pérdida para Narciso, un dolor de parto, es su salir de si, de su ser-uno-con-todo, a ser uno-sin-todo, pero: cabe-todo. Su salida significa descubrir el horizonte no-yoico hacia la naturaleza, hacia lo no-yo que es cualquier cosa, pero es, precisamente, en esa salida donde se encuentra consigo mismo, donde reconoce su yoicidad. El “re-encuentro” consigo mismo es un salir de si hacia lo “otro”, lo “natural” que, al partir hacia allá, sufre una pérdida: en este salir algo se pierde. Aquello perdido en el encuentro con lo otro es la union elemental de todas las cosas, un hipotético estado anterior de union cósmica, universal y absoluta.

Es imposible evitar una dosis de oxímoron y paradoja al hablar de esta salida-entrada, pérdida-encuentro, porque expresa  precisamente la naturaleza misma del Nacimiento del yo y de lo otro. El Nacimiento del yo emerge de esta unión prístina y oscura a la vez, pues se le ve como unión solo una vez que ha acaecido el divorcio con ese todo difuso. Se le ve tarde, se le encuentra solo en retrospectiva nostálgica, como la nostalgia de Narciso al encontrar su reflejo. Pero no es una nostalgia por ser el mismo en el momento en que se mira en el Espejo del agua, sino una nostalgia por lo que ya no es, por lo que ha perdido en el encuentro con su reflejo, porque antes no había reflejo y por ende, él mismo era su propio reflejo y podía amarse enteramente en un gesto casi antropofágico de ser y consumirse a si mismo. 

La fuga nombrada reside justamente en el huír del yo hacia el reflejo o mejor dicho, en la incapacidad innata de ser y reflejarse simultáneamente, en la imposibilidad de ser y verse siendo. Se vive como una fuga, siendo más bien un autoreconocimiento. Es así como el nacer del yo, cuando Narciso cobra conciencia de que él no es todo, duele, se padece como una pérdida, un fracaso, siendo, quizá, más bien una Victoria. La Victoria de haberse encontrado en el todo, como individuo arrojado a si mismo y al mismo tiempo arrojado a lo otro, en un doble-arrojo que lanza la mirada al agua, al Espejo. Nada resiste la salida del pre-yo hacia el afuera, nada se le opone o lo confina, sino que el yo naciente estira sus “pseudopoda”, sus “falsas extremidades”, infinitamente hacia lo lejano, para así, al unísono, caminar de regreso hacia si mismo, en una “acto acrobático” sinigual, de ida y retorno coincidentes. Y en ese camino-retorno, el pre-yo se resiste, su única Resistencia no está allá, afuera, está en la nostalgia de ser todo. No obstante “todos sus confines lo apresuran”, es decir, las extremidades incipientes del yo recién nacido lo fuerzan, lo apremian a salir, a trascender su estado de microscópico y monocelular pseudo-todo. Pues en ese estado prematuro de difusa union no hay, en verdad, nada, sino una confusion de narcisimo primario, sin sentido ni sentimiento alguno de amor ni a si mismo ni al todo, aparentemente anclado en el yo. Incluso el sueño que pareciera una suerte de “criptobiosis” –estado durmiente semejante a la muerte – no es capaz de retornar a esa unión: una vez que el yo ha salido de su estado de pre-yo, no encuentra el retorno perfecto “ahí”, que es, por razones casi naturales, imposible de rescatarse. 

Y Rilke retorna al concepto clave “Fuga”, donde el yo, cual Tardigrado, que respira sin necesidad de órgano específico, sino inhalando y exhalando desde toda la cutícula que lo rodea, o sea, respirando con todo su cuerpo: el yo transpira, se suda a través de todos los puntos de la epidermis. La piel del yo es demasiado delgada para contenerlo, el yo se le escapa al yo constantemente, y entre más se aferra a apropiarse de si mismo, más fácil se pierde en el fondo rocoso de océanos mortales. La pretension de aferrarse a ese yo primigenio se parece a la vana intentona por capturar los peces húmedos y resbalosos con los dedos al cambiarlos de una pecera a otra, entre más se apretujan, más se resbalan y se cuelan hasta caer de nuevo en su pecera; o incluso es como querer contener el agua misma con las manos, y entre más se aprieten los puños, más facilmente se fuga el agua entre los dedos. Narciso se encuentra por primera vez con el líquido del yo y no conoce aún su naturaleza líquida, resbalosa, furtiva, que se escapa en cada intento de captura, de caza. 

El yo es una ladrón que se oculta de si mismo, que se roba a si mismo la identidad y en ese robo se la entrega. Es el ladrón en el Espejo, sin saber que él mismo es víctima de su propio hurto. Narciso pretende robarse el rostro, en el enamoramiento primigenio del yo consigo mismo, que, no obstante, implica la imposibilidad de unión auténticamente amorosa, pues se desperdiga, se disuelve en el agua del todo que no es él mismo, y a su vez, precisa de esa agua, como el oxígeno vital del pulmón animal. 

La tristeza de Narciso es la tristeza concomitante del narcisimo, la tristeza de jamás ser uno con uno mismo y de la necesidad perenne de salir de si mismo al encuentro o reencuentro con lo otro para regresar siempre derrotado al núcleo “poblado de debilidades” que es el yo reflejado, reflexionado. Entre las “piedras ecuánimes” mira su propia tristeza, mientras que el “agua imparcial” tampoco sufre, la naturaleza no padece lo que padece Narciso, ella está ya afuera, es ese afuera: evento de encuentro con el yo, que no se resiste, que se deja vencer, venciendo de esta manera. Es como una Guerra, donde solo hay un enemigo, mientras que el oponente no es en realidad oponente, sino la proyección especular del primer enemigo que le atribuye deseos bélicos e incluso victorias y derrotas. Es la Guerra contra si mismo, no, no solo contra si mismo, sino contra el narcisimo primario que goza al imponerse, cual tiranuelo de pueblo. 

Quizá va apareciendo, lentamente y a pasos forzados, el sentido o sentimiento enigmático de ese “weg”, de esa ausencia presente, o presencia deseada de lo ausente, de lo que, talvez, ni siquiera existe: de ese yo primigenio y oscuro. Y simultáneamente, se va desvelando la doble estructura del narcisismo, sus victorias y sus derrotas sentidas pero no vividas. 

Sospecho que ese “weg” radica en la raíz bipolar del Nacimiento del yo, singular y plural a la vez. La tristesse de Narciso, su nostalgia, ese dolor por lo lejano, por lo sido, podría desatar el nudo gordiano que se fuga en la trascendencia del yo. La tristeza es el estado adecuado para el encuentro motivado por el des-encuentro. El encuentro con el yo por parte del pre-yo con lo otro, y por medio de lo otro, consigo mismo. Este instante es un momento de encuentro y des-encuentro simultáneo, de lejanías y cercanías mutuas entre el todo, el yo, y lo otro. Es parecido al momento del “aura” cuando se padece migraña. En mi triste caso consiste en mirar fragmentado mi rostro en el Espejo, es un encuentro desfigurado con la figura, en donde el contraste con el yo completo-imposible, aterra y parece casi locura: desfiguración del universo que se habitaba en la comodidad del sin-dolor. 

El encuentro con el yo es muy parecido al inicio de la ceguera, a la pérdida de una vision totalizante que abarca el todo, por no ser en realidad un “mirar”, sino una suerte de mirar previo, que se mira a si mismo como si fuera todo. En el momento en que Narciso comienza a mirar, lo primero que ve es su reflejo, y entonces, queda ciego con respecto a ese pre-mirar, a ese ver “ciego” del naricismo primario. M. Yourcernar afirmaba que Borges era un vidente: “Pongamos al lado de esta imagen, si les parece bien, la fotografía que Ferdinando Scianna tomó en 1983: La mano de Jorge Luis Borges saliendo de la manga de una chaqueta y de una camisa de hoy, «leyendo» el busto de Julio César…” Y continúa comparando la lectura ciega del poeta con la ceguera profana: “Ahora bien, hay muchos de nosotros que no se ven. La inmensa mayoría de los hombres no se ve: la muy noble modestia de Borges proviene de que él se ve como es, único y sin embargo igual a cualquiera, como lo somos todos. Pero la mayoría de nosotros no ve al que tiene enfrente, ni al universo. El vive lo uno y lo otro.” Es sumamente interesante que Yourcenar no afirme que la mayoría “no ve”, sino que magistralmente imprima la reflexión, el reflexivo verbal, el acto reflejo: “la inmensa mayoría no se ve”. La ceguera es múltiple y se multiplica en su flexion, en el reflejo. 

La mirada nace concomitantemente al yo, nace cegado y vidente, ciego para ese todo difuso que le antecede, vidente para un nuevo mundo, donde es posible encontrarse o perderse. El ya conocido verso del poeta aleman, el Hölderlin cegado por lo que Zweig bautizó definitivamente con el nombre de “Umnachtung” (término alemán utilizado para nombrar la locura, cuya etimología más bien refiere a un en-nochecimiento) ,“Edipo, tal vez, tenia un ojo demás”, expresa la ceguera exacta de Borges, sublimada en poesía, en el tacto dócil que acaricia el busto de Julio Cesar, no para mirarlo, sino para exigirle su presencia material, para agarrarlo enteramente. No es coincidencia que Salome recurra constantemente al poeta para explicar el fenómeno del naricismo y, que la cultura del mundo imagine siempre ciego al poeta. El poeta es el Narciso sublimado, aquél que encontró no solo su reflejo, sino en él, a todas las cosas, y las tocó, y las acarició y olvidó que era únicamente un reflejo, un Espejo, una gota de agua empapando el cosmos de lo visible –y quizá, más bien—, de lo invisible. Rilke en sus Cartas desde Muzot de 1935 también recordaba lo invisible…esa dimensión arcaica y sempiterna donde habita todo lo que se ha ido, al no poder imaginar, con todo y su imaginación de poeta, que las cosas pudieran desvancerse cabalmente, desaparecer o fugarse a la Nada. 

La fuga es la semilla del poema, aunque no suene en su centro. La fuga también está en el inicio, en esa voz misteriosa, en ese “weg“: la desvinculación, el arrancarse furioso y violento de la mirada hacia afuera, del pre-yo al yo. El “weg”, el primero de todos que suceden en el tiempo de las despedidas – pues ese es el único tiempo, éste que vive en eterna despedida – , representa una desvinculación atroz del lazo elemental del yo y el todo. De ahí la miseria, la tristeza de encontrarse con ese reflejo adelgazado, nimio, con ese resto del yo imaginado por la fantasía pueril de Narciso.  A veces: más valiera no verse en el espejo. 

La fuga, el “weg”, no obstante, también tiene su alegría. Así Werther lo afirma, lo confirma en esa línea fatal: Qué alegría la de estar “ido”. En español se dice “estar ido” y tal vez consista en un eco mutuo, resonante, de este “weg” werthiano. Su sentido es versátil y a la vez claro, nombra el fenómeno fantástico de ausentarse en carne y hueso. “No-estar-estando” muchas veces resulta propicio en su respectiva potencia de estar, entonces, en todas partes y en ninguna. La obicuidad humanamente acequible es un ausentar-se, una doble reflexión. La primera reflexión consistente en el encuentro de los narcisos infantiles con su imagen; la segunda, en regresar del Espejo, en dejar de mirarse solo a si mismo, y mirar lo demás, lo otro, el afuera fugado. Werther está alegre y está ido, y está alegre porque está ido. 

Huír no siempre es simplemente fugarse, no solo es evadirse, sino que, en esta cadena de paradojas también es un reencuentro. El refugio de la huída no es la mirada obcecada que quiere apropiarse del propio reflejo. Eso no es refugio: es acabar desperdigado en un fondo de piedras amontonadas en oscuras y maternales aguas. El refugio está en trascender, mas no en permanecer fijado en la imagen, estáticamente, como un microscopio ciego. Dejarse apremiar por los propios límites, que ya de suyo desean, se impulsan hacia fuera de la delgada epidermis del yo recién nacido. Dejar que se apresuren, que salten hacia afuera, que se desperdiguen sin perderse como el agua, que sola encuentra su cauce, sin necesidad de algún puño que la estrangule. La evasión confina, mientras que trascender la carne imaginada, especular, resulta –con toda su improbablidad— en no abandonarse a la fuga de la Nada, en el reencuentro con las líneas y horizontes de todas las cosas que nos configuran. 

El yo liberado de su telaraña crepuscular araña, desaforado, los tejidos dérmicos de su prision inmaculada, para salir y padecer y gozar, sin jamás volver, revolver-se en su crisálida originaria. En un solo instante, entonces, a través del deseo, se define el destino de cada cosa.

Preservación o destrucción: supervivencia y técnicas culturales de los Mundos Perdidos

por Alan Ojeda

Introducción

El “progreso” de la humanidad ha sido acompañado siempre por una emoción que parece dirigirse, de forma paralela, en sentido contrario del tiempo: la melancolía. Mientras más violento es el avance hacia ese futuro indeterminado, más fuertes son también las reacciones melancólicas y de resistencia que parecen ligarse al sueño de un origen común, un espacio de calma y descanso o, al menos, una tierra virgen donde el hombre pueda encontrarse cara a cara con el comienzo de la historia. Las ficciones de los Mundos Perdidos parecen poner en juego “la expresión colectiva de los anhelos y esperanzas de la cultura que la acoge y acompaña” (McConnell, 2002:131). Entre la utopía y la distopía, estos espacios necesitan de una lógica interna que permita que se mantengan en pie. Cada Mundo Perdido goza de un equilibrio previo a la aparición del visitante/aventurero, posible, en primera instancia, gracias al aislamiento físico del espacio. Este equilibrio puede dividirse, a su vez, en dos subtipos: natural (donde la naturaleza, no intervenida por el hombre, parece nunca haberse modificado) y cultural (sostenido por una serie de etno-técnicas que cumplen una función coercitiva y niveladora). Este trabajo tiene como fin analizar la lógica de esos equilibrios y su efecto frente a la intromisión del hombre. Para eso se trabajará con El mundo perdido de Sir Arthur Conan Doyle y Horizontes perdidos de James Hilton, novelas que plantean dos modelos antitéticos que permitirán dar cuenta de la fortaleza de un sistema frente al exterior.

Las barreras naturales

Uno de los elementos más obvios de estas ficciones es, quizá, la cuestión geográfica de la delimitación que permite la existencia de un Mundo Perdido. Se identifican tanto por la existencia de una barrera natural que dificulta su acceso (en cada caso la dificultad está directamente relacionada con los límites tecnológicos de la época), como por la ausencia de una cartografía oficial. Cada espacio se establece en un límite perfecto para la literatura fantástica: su cartografía es posible, verosímil y a la vez incierta. Ese espacio debe representar también una otredad total que, a su vez, posee una conexión oculta con el presente. Por ejemplo, en el caso de El Mundo Perdido de Conan Doyle, esa meseta ubicada en Sudamérica representa el pasado de la humanidad, su pre-historia; en cambio, en Horizontes Perdidos de James Hilton, Shangri-La, ubicada en el interior de un valle en las inmediaciones del Himalaya, es un espacio mixto que reúne tanto los tesoros culturales de la humanidad como habitantes de oriente y occidente, lo que implicaría una cultura sincrética capaz de eliminar las divisiones entre ambos hemisferios. Si bien ambos espacios se encuentran en zonas geográficas aisladas y representativas de la otredad, ambas tienen una profunda relación con el afuera.

Podría decirse que la idea de Mundo Perdido es también un arquetipo, es decir una de las tanas imágenes originarias constitutivas del “inconsciente colectivo” que son comunes a toda la humanidad. Estos lugares parecen pretender referir una relación atávica con el espacio edénico, intentando, a su vez, suturar los espacios de división natural. En el caso de Horizontes Perdidos, el mismo título parece señalar un límite geográfico, alguna vez real y palpable, ahora lejano y casi fantástico. El concepto de “horizonte” se encuentra extrañado de su connotación temporal habitual de “futuro”. En pocas palabras, pareciera expresar que el camino del hombre ha sufrido un desvío, y que el futuro ya no es lo que era. También puede entenderse en su literalidad más pura, que nos ofrece un significado igualmente significativo: “Línea donde parecen confluir la superficie terrestre y el cielo”.

Estas condiciones, que oscilan entre la indeterminación y la limitación (aunque parezca un oxímoron) son la primer barrea de supervivencia frente a las contaminaciones del exterior. Vale la pena agregar que la creación de estos espacios es, en su mayoría, obra del azar de la naturaleza (el hábitat de los Vril, Shangri-La, la meseta sudamericana). La naturaleza misma se transforma en gestora de sus propios templos, situación que se combina, usualmente con la voluntad conservadora de los participantes de cada civilización de preservarse, de convertir el terreno en hábitat, interioridad. Ese último movimiento de re-territorialización es el que denominaremos como “procesos etno-técnicos”.

En El Mundos Perdido podemos leer:

No creo que eso sea muy oscuro. Solo cabe una explicación. Sudamérica es un continente granítico. En este sitio debe haberse producido en una remota era un desnivel, como consecuencia de un sismo. Estos acantilados, debo señalar, son basálticos y, en consecuencia, plutónicos. Una superficie tal vez tan grande como Sussex fue levantada en bloque con toda su flora y su fauna, y cortada con precipicios perpendiculares, de una dureza que resiste la erosión. ¿Cuál fue el resultado de esto? Pues que las leyes ordinarias de la naturaleza quedaron en suspenso. Los diferentes factores que influyen en la lucha por la existencia en todo el mundo quedaron neutralizados. (Doyle, 2011: 41)

Challenger deduce una razón azarosa para la creación de esa meseta. La naturaleza parece haberse cerrado sobre si misma evitando todo tipo de cambio. Si ser es devenir, ser-en-el-tiempo, esta meseta no es, al parecer, parte de este mundo. La naturaleza parece ser capaz, incluso, de atentar contra sus propias leyes y crear un estado de excepción capaz de generar un ecosistema equilibrado que asegure su auto-preservación.

En el caso de Horizontes Perdidos es posible encontrar una construcción similar:

Era posible que fuese, pensó Conway, la vista montañosa más terrorífica del Universo, y se imaginaba la enorme tensión de la nieve y los glaciares, contra los cuales la roca desempeñaba el papel de un muro de contención gigantesco.

Al otro lado, la pared montañosa continuaba descendiendo casi perpendicularmente en una hendedura que debía haber sido el resultado de un terrible cataclismo ocurrido muchos cientos de años antes. (Hilton, 1983: 66)

En una primera instancia ambos Mundos perdidos gozan de las mismas propiedades primarias: difícil acceso, accidente geográfico y, el símbolo más notorio del aislamiento, muros. Sin embargo, una vez adentro, el lugar también posee cualidades conservadoras. Así como es difícil entrar, también lo es salir. Los Mundos perdidos se cierran como una planta carnívora. La preservación se simboliza mediante dos acciones: expulsión y captura.

En consecuencia, no va a ser su armazón geográfico el responsable del fracaso o éxito de las formas de vida que lo habitan, sino su lógica interna. Mientras que la meseta de El Mundo Perdido de Conan Doyle está habitado por formas de vida primitivas y dinosaurios, en la Shangri-La de Horizontes perdidos, de Hilton, nos encontramos con una sociedad sincrética que ha perdurado siglos gracias a sus técnicas culturales. Sin embargo, la existencia de una cultura anterior a la llegada de los frailes capuchinos a Shangri-La –sus habitantes practicaban la fe budista- plantea otro problema: ¿los resultados casi milagrosos de preservación, pre-existía a la llegada de los misioneros nestorianos? En el caso de El Mundo Perdido, ¿qué relación mantiene con los “conquistadores”?

Esto nos invita a reflexionar sobre qué es lo que sucede en estos espacios “al margen de las leyes naturales” (Siebers 1989:30) cuando, como en “El perjurio de la nieve” de Bioy Casares, el perfecto equilibrio de ese lugar utópico y fantástico se ve perturbado por la intromisión de un grupo de individuos que viene a representar la realidad.

El contacto de dos mundos

Como hemos mencionado anteriormente, los Mundos Perdidos son una zona de excepción respecto de las leyes naturales, pero creados por la misma naturaleza. De esta forma cada territorio se constituye como una heterotopía, es decir un espacio de funcionamiento no-hegemónico que representa la alteridad, que están a la vez fuera y dentro del mundo, y son fenómenos a la vez físicos y mentales. Sin embargo, (la agregué) estos lugares no están totalmente aislados, por lo que se establecen zonas de contacto –casi siempre mínimas-, donde puede comenzar a plantearse una lógica de dominación o contagio, que se generan con la aparición de los aventureros –por voluntad propia o por azar-.

Según Jean-Yves Tadié, lo que importa de las novelas de aventuras no es “la reproducción de sucesos históricos, sino las de pasiones humanas elementales: el miedo, el valor, la voluntad de poder, la abnegación, el instinto de muerte y el amor” (Tadié, 1989:12). Esto diagrama, desde un comienzo, la respuesta del hombre al enfrentarse a lo desconocido. Frente a la otredad siempre habrá respuestas escépticas como sucede en el caso de los colegas científicos de Challenger o el joven Mallison. Esto sucede porque “la superstición no es una colección de creencias sueltas, sino una lógica unificada para diferenciar un elemento en un conflicto, representándolo como externo” (1989:50). Al momento del contacto de los aventureros con la heterotopía se producirá un conflicto entre rechazo y asimilación, en el que se pondrá en juego no sólo la aptitud del recién llegado para lidiar con lo nuevo sino también la capacidad de cada Mundo Perdido para realizar un trabajo alquímico de conversión con sus nuevos habitantes. Es por eso que, frente a la existencia de varios espacios, cada uno con una lógica particular, no podemos sostener la existencia de un solo tipo de aventurero y un solo tipo de respuesta. Por esto nos vemos obligados a, al menos en estas circunstancias, distinguir primero entre dos clases de héroes-aventureros.

Contra los estereotipos de cualquier novela clásica de aventuras, Horizontes Perdidos propone la creación de un héroe espiritual que podría ser un anti-héroe si se lo compara con cualquier otro personaje de novelas de Haggard, Salgari o London. Sin embargo, si se lo observa de forma detenida, podríamos decir que Conway sólo es la reformulación de las ideas tradicionales de aventura para darle un giro metafísico.

Para acercarnos a una definición de esta categoría, sería útil retomar a Simmel, quien considera que la aventura es una forma del experimentar:

El contenido que se desarrolla no consigue por sí solo que la aventura sea tal: que se supere un peligro mortal o que se conquiste una mujer con un poco de suerte, nada de ello tiene por qué ser, como tal, aventura. Sólo se transforma en ella cuando existe una cierta tensión entre el instinto vital a través del cual se realizan esos contenidos. Únicamente cuando una corriente que se mueve entre las más extremas y externas de la vida y su fuente más central de energía arrastra a aquellas y cuando esta coloración, temperatura y ritmo particular del proceso vital es lo realmente decisivo y deviene en cierto modo dominante sobre su contenido, se transforma el episodio de una vivencia en una aventura. (Simmel, 2002: 4)

Es habitual que esta definición derive en la típica concepción del héroe de aventuras cuyo vitalismo lo somete a una experiencia del “puro presente”, en el que cada episodio aparece aislado del resto de la vida (pasado y futuro), creándose así “una isla en la vida” (ídem:1). Ahí, como el jugador, el aventurero se somete a la falta de sentido tratando de imponer su sistema omnicomprensivo dentro del caos. Bajo estas ideas, sin mucha reflexión, podríamos ubicar a personajes como Allan Quattermain de Haggard –símbolo del cazador blanco- o al Challenger de Doyle quienes, si bien se entregan al devenir puro de la acción, logran imponer su ley sobre el mundo circundante.

En El Mundo Perdido, Challenger organiza una expedición armada que, pese a ser definida como una “invasión pacífica de la Tierra de Maple White” (Doyle, 2011: 99), para que el grupo sobreviva deberá imponer su voluntad a través de la violencia. La expedición se encuentra en la naturaleza en su estado pre-civilizatorio o análogo a la coexistencia de el hombre de cromañón y los neandertales. Es de público conocimiento que ambas especies estuvieron en contacto durante el Paleolítico Superior. Mientras unos se distinguían por su capacidad técnica, como pintar y crear herramientas más avanzadas (hombre de cromañón), los otros se destacaban por su mayor fuerza física (neandertales). Como somos testigos hoy en día, el hombre de cromañón -es decir la técnica- triunfó. No es muy difícil realizar una analogía entre hombres mono y neandertales, y hombres de cromañón y comunidad aborigen:

Tenía paredes cortadas a pico y un fondo nivelado de unos seis metros de diámetro. […] Después de tropezar y caer muchas veces, di con algo firme. Era una gran estaca clavada en el centro del pozo, cuyo extremo no pude alcanzar con la mano y que, aparentemente, estaba cubierta de grasa. […] Se trataba de una trampa obviamente hecha por el ser humano. (Ídem: 132)

Lo humano, para este caso, es sinónimo de técnica en el sentido heideggeriano: una forma de manifestar, descubrir e interpretar la realidad. Se establece una relación entre lo arcaico-animal (dinosaurios y hombres mono) – que representa la pura fuerza y violencia sin forma-, contra lo humano-técnico (expedición y comunidad aborigen) –que representan la técnica como forma de poder-. En definitiva El mundo perdido de Conan Doyle problematiza la “voluntad del poder”, pero lo hace realizando una síntesis ingeniosa. Challenger comparte características físicas y psicológicas con los hombres-mono: su aspecto y su agresividad:

-Creí que era el fin de todos nosotros, pero la actitud de Challenger inició un nuevo tipo de comportamiento entre los hombres-mono. Estuvieron un largo rato parloteando entre ellos. Luego uno de esos brutos se paró al lado de Challenger… Usted reirá, pero le doy mi palabra de que parecían parientes. Si no lo hubiera visto personalmente, no lo habría creído. Este viejo hombre-mono, el jefe de la tribu, era una especie de Challenger rojo, con todos los rasgos de nuestro amigo, si bien un poco exagerados. (Ídem: 140)

¿Qué nos quiere decir la obra con esto? ¿Por qué se produce esta asimilación? Antes de ese acontecimiento vuelve a formularse una hipótesis sobre el equilibrio de la vida en la meseta: “Podemos imaginar, entonces, que el equilibrio biológico se ha preservado debido a algo que limita la cantidad de estas criaturas feroces” (Ídem: 115). Dinosaurios, hombres-mono y aborígenes se mantienen en equilibrio en su relación triádica. Si bien el conflicto entre hombres-mono y aborígenes parece ser muy fuerte, hay un equilibrio entre técnica y fuerza bruta que ha permitido la coexistencia de ambas razas. En esta relación Challenger aparece como una síntesis. Su capacidad de dominio no es resultado de la técnica, tampoco de la fuerza bruta, sino de la posesión y el ejercicio de ambos en simultáneo. Podría decirse que, en un efecto casi cómico, el eslabón perdido no se encuentra en el pasado (el hombre-mono), sino en el presente, que a su vez es el futuro de esa meseta, es decir Challenger. Él es quien rompe el equilibrio y también quien es capaz de conquistar y reinar sobre todo lo existente en ese mundo salvaje.

Lejos de ser un hombre quien va en busca de un Mundo Perdido, podríamos decir que es éste el que demanda determinado tipo de héroe. El Mundo Perdido sólo es el destino fatal de un hombre que se encontrará con su Mundo Perdido, donde será rey. Como en todo relato clásico de héroes hay un caso de anagnórisis que puede ser explícita o no, pero forma parte de la relación de espejo que le genera al personaje descubrir, en esa alteridad, algo que lo involucra interna y externamente.

Entonces, volviendo al caso de Conway de Horizontes Perdidos, podemos empezar a bosquejar un héroe que elimine la visión estereotipada el héroe. Como pudo observarse, lo importante no es únicamente la voluntad conquistadora del hombre que se entrega pura y exclusivamente al devenir de las aventuras, a esa sucesión temporal aislada de lo que sucede en el resto del mundo, sino que eso es sólo una de las formas de poner la vida en juego, tensionando la linealidad de la experiencia vital, llevándolas a nuevas formas más extremas.

Si bien al comiendo de Horizontes Perdidos, el personaje principal será llamado “Conway el Glorioso”(Hilton, 1984: 8), su construcción posterior será más similar a un santo asceta, a un monje, que a un hombre amante de la aventura. Rápidamente es descripto como un personaje cuyas ataduras georgráficas y emocionales son nulas, dando lugar a la primera característica, el desapego:

No tenía nada apremiante que hacer en Peshawur ni había nadie que tuviese que verle con urgencia; por consiguiente, le era completamente indiferente que tardaran en el viaje cuatro horas o seis.

Era soltero; no se tendrían brazos cariñosos a su llegada. Poseía amigos; pero éstos limitarían a llevarle a su casino y hacerle beber. No le parecía mal la perspectiva, pero no le agradaba hasta el punto de obligarle a suspirar impaciencias (Ídem: 22)

El primer fragmento signa la relación intrínseca entre la experiencia del tiempo con aquello que nos ancla a un espacio. Se posee al mismo tiempo que se es poseído, por lo que cualquier pertenencia implica, de alguna forma, una clausura en el devenir.

La descripción se completa poco después, concluyendo esa imagen espiritualmente superior: “Había en su naturaleza un rasgo característico que algunos pudieran haber llamado pereza; pero no era precisamente eso. […] Conway era un apasionado de la paz, la contemplación y la soledad” (Ídem: 33-34). Desde un comienzo Conway exhibe las condiciones para ser catalogado como un bodhisattva, eso significa: alguien comprometido con el camino de Buda y, en la rama mahāyāna del budismo, alguien comprometido en reducir el sufrimiento ajeno. A diferencia de Challenger y su deseo por ser reconocido, “Conway era la antítesis de todos aquellos detentadores de marca mundiales que intentaban continuamente superar los ya batidos. Él se sentía inclinado a no ver más que vulgaridad en la afición occidental a lo superlativo” (Ibídem: 40). Por contraponerse casi punto por punto con Challenger no podríamos decir que su odisea no sea una aventura o que él no sea un héroe. Justamente, porque está en las antípodas podemos plantear la existencia de un héroe metafísico en una odisea espiritual.

Shangri-La, como hemos señalado, posee características geográficas similares a las de El Mundo Perdido de Conan Doyle pero en su interior el funcionamiento es diametralmente opuesto. Todo el camino desde Baskul hasta las inmediaciones de Shangri-La es lo más cercano que el lector va a estar de una novela de aventuras típica. Sin embargo, Conway no ofrecerá resistencia a lo sucedido, tampoco luchará por imponer su lógica o adueñarse de la situación. En pleno viaje en avión “Conway se sentía menos seguro de ser un hombre de verdad. Había cerrado los ojos con un agotamiento físico invencible, pero no dormía” (Ídem: 29). Su entrega a la aventura es pasiva, como la de un hombre reposando en el río mientras es llevado por la corriente. ¿Pero no es una entrega al fin y al cabo?: “Hay momentos en la vida en que uno abre su alma igual que si abriese un monedero en una noche de feria y se da cuenta de que la distracción, aunque costosa, resulta agradable” (Ídem: 60). Ahí aparece el rasgo fundamental: la experiencia por la experiencia en sí, la entrega de uno mismo como un acto de soberanía absoluto, el derroche como un acto anti-utilitario (anti-capitalista), similar a la lógica del potlach, extrayendo al sujeto de la experiencia lineal del mundo de causa-efecto/costo-beneficio.

Una vez camino a Shangri-La con la caravana, el mismo aire del lugar comienza a modificar, como si fuera una droga, la actitud de los recién llegados:

Había que respirar consciente y deliberadamente, lo cual, aunque desconcertante al principio, le proporcionó al poco rato una tranquilidad espiritual extraordinaria.

Todos los cuerpos movíanse en un ritmo único de respiración, avance y pensamiento; los pulmones supeditaban su funcionamiento a la armonía con la mente y los miembros. (Ídem: 59)

El cuerpo y la mente se ven obligados a coordinar, a establecer un pacto o reestablecer una relación antigua que, hasta ese momento, había sido olvidada. Si la meseta de los dinosaurios y los hombres monos requería de la fuerza y la violencia, Shangri-La convoca a todo lo contrario. Para poder lograr el cometido, primero es necesario entregarse sin pedir explicaciones, a lo que el contexto demanda ¿hay mayor ventura que la de entregarse sin imponer resistencia, a lo indecible, a la voluntad de otro desconocido? Nuevamente, como ya fue señalado en la relación entre Challenger y su destino de expedición, no es exactamente el aventurero quien impone las condiciones ni cómo deberá accionar. El Mundo Perdido tiene la presencia de un dios que elige, entre muchos, a su conquistador o, en este caso, a su sucesor. El hecho de que, contra toda lógica, el Lama lo reciba repetidas veces hasta elegirlo sucesor manifiesta una lógica que excede a la novela para manifestar algo del género. Cada mundo perdido es la expresión de los anhelos y esperanzas de un único ser, el héroe. Esto termina por confirmarse cuando se regresa a las primeras páginas de la novela en las que se narra la aparición sorpresiva de Conway con amnesia: Tenía en su rostro una expresión de indecible melancolía, una especie de tristeza remota e impersonal, un Wehmut o Weltohmerz (Ídem: 15). Weltschmerz es un término acuñado por un escritor alemán, usado para expresar la sensación que una persona experimenta al entender que el mundo físico real nunca podrá equipararse al mundo deseado como uno lo imagina. El término también es utilizado para denotar el sentimiento de tristeza cuando se piensa en los males que aquejan al mundo. El significado moderno de Weltschmerz en la lengua alemana, es el dolor psicológico causado por la tristeza que puede sufrirse cuando se comprende que las propias debilidades son causadas por la crueldad del mundo y circunstancias físicas y sociales. En muchos niveles puede identificarse ese lazo espiritual entre el héroe y su lugar de destino. No hay sólo un motivo narrativo lógico –el aventurero tiene que viajar y triunfar (o no), frente a lo desconocido o no hay narración-, sino un vínculo específico que une de forma arquetípica un lugar a un hombre. En esa zona de excepción, el aventurero puede ser de forma plena. No sólo se reconoce, se mimetiza, sino que también se expande hasta vibrar en la misma frecuencia que todo el espacio. Entonces, en ese momento, el hombre se transforma en la sinécdoque del Mundo Perdido. Conway es el “eslabón perdido” de Shangri-La. Es por eso que al llegar poco a poco comienza a descubrir esa sensación o experiencia que los japoneses llamarían “shinto”, sentirse como en casa.

Etno-tecnicas: supervivencia y destrucción

Como hemos señalado con anterioridad, el equilibrio de estos espacios parece pender de un hilo. Aislados del resto del mundo, como un cuerpo que nunca ha sufrido ninguna infección y su sistema inmune se mantiene virgen, parecen correr la suerte del cristal y lo frágil: la posibilidad de hacerse pedazos como el cristal. Sin embargo, esta no es una afirmación universal. Cada Mundo Perdido posee, como se ha podido verificar, una lógica interna particular. Podemos encontrar poblaciones en estado salvaje (El Mundo Perdido), sociedades altamente tecnificadas (Vril), organizadas gracias al monopolio del poder mágico (She) y altamente codificadas mediante rituales y un sistema de creencia que actúa de forma omnicomprensiva (Horizontes perdidos). Esta es la segunda barrera frente a la posible invasión del afuera. Superada la muralla/división material queda, queda la espiritual-cultural.

Los casos de El Mundo Perdido y Horizontes Perdidos, se encuentran en ambos extremos. En el primero reina la violencia y la ley del más fuerte –una visión que podría calificarse de darwiniana-, mientras que en el segundo nos encontramos con un sistema de carácter utópico, altamente organizado y codificado culturalmente capaz de hacer frente a la presencia de la otredad externa, de modo tal que pueda, el mejor de los casos, envolverla e incluirla. ¿Cómo sucede esto? Para explicarlo será conveniente establecer una situación hipotética. ¿De qué manera respondería cada uno de estos mundos frente a la invasión del hombre moderno?

El Mundo Perdido de Doyle, como señalamos anteriormente, está constituido por tres grupos: dinosaurios, aborígenes y hombres-mono. La intromisión de Challenger, lo único nuevo que lleva a ese mundo es la fuerza de las armas. Es decir, el desarrollo más alto de la técnica al servicio de la dominación. La violencia salvaje y natural es combatida con violencia tecnificada. Fuera de eso no se percibe ningún otro tipo de relación de dominio. Pese al peligro que implica ese mundo, la falta de desarrollo cultura en la meseta lo hace permeable a la destrucción, antes que a la dominación. Esto se debe a que el ejercicio de la violencia en la meseta es casi a-sistemático, simplemente coexisten formas-de-vida con potencias opuestas, cuya existencia perdura en detrimento de las otras.

En Horizontes perdidos encontramos lo contrario. Shangri-La se funda en un proceso de asimilación. Cuando se refiere a las misiones religiosas de los frailes capuchinos al valle, Perrault señala: “Los habitantes practicaban la fe budista, pero no se negaron a escucharle y logró un éxito notable” (Hilton, 1984: 145). Desde un primer momento, la fundación de Shangri-La es un proceso sincrético entre el budismo y la fe del cristianismo nestorniano. Este origen es fundamental para sostener lo que será después la meta de este espacio utópico: proteger los tesoros de la humanidad.

En una conversación con Conway, Perrault dice:

Él previó un tiempo en que los hombres, delirantes con su técnica homicida, desahogarán su furia mecánica sobre la tierra de tal forma, que todas las cosas preciosas se hallarán en peligro, como todos los libros, cuadros y maravillas, los tesoros reunidos durante milenios, los objetos pequeños, delicados, frágiles, todo se perdería como los libros de Livy o serían arrasados como los ingleses arrasaron el Palacio de Verano de Pekín (Ídem: 173)

A esta cultura tecnificada del mundo moderno, se contrapone la de formación humanista del fundador de Shangri-La, el mismo Perrault:

Antes de dedicarse a las misiones orientales había estudiado en París, Bolonia y otras Universidades, habiendo adquirido una sólida cultura. […] Era aficionado a la música y a las artes, poseyendo una aptitud especial para los idiomas, y antes de decidirse por su vocación, había gustado todos los placeres que podía ofrecerle el mundo. (Ídem: 146)

De esta manera, Perrault se transforma en el canal de fusión de las culturas, funciona como catalizador. Sin embargo, esto no depende de una voluntad sino de un saber-poder. La ética cristiana, combinada con un ejercicio total de la mesura como forma de vida funcionan como base para la construcción de las relaciones interpersonales. Contra las pasiones que dominan El Mundo Perdido de Doyle, nace el espacio de preservación de Shangri-La. La novela ya da indicios de una primera catástrofe posterior a la primera guerra mundial como resultado de la inhumanidad del sistema económico: “Es muy difícil cuando todo el juego se ha hecho pedazos” (Ídem, 133). Frente a esto, Perrault funda un gobierno donde, como para Platón, gobiernan los mejores y no los más fuertes. Los beneficios son múltiples: no solo se puede gozar de la armonía y de un nivel de vida excelente, sino que la moral de Shangri-La no censura los placeres. Sin embargo, la ausencia de todo exceso los volvería imperceptibles frente al ojo imperial: “no habrá ni escape ni santuario, salvo aquellos demasiado secretos para ser hollados, o demasiado humildes para ser advertidos” (Ídem: 220).

Perrault entiende que la violencia y la técnica han deshumanizado al hombre, y que lo único que puede reconstruir su humanidad es la “cultura” entendido en sentido humanista más clásico. Como espacio de encuentro, Shangri-La permite y fomenta el dialogo intercultural. Lo que distingue a la comunidad es estar fundada en un plan que podríamos decir contra-cultural. Si, como señalaba Marcuse, la cultura es afirmativa –es decir que comprende también todo eso indeseable y que también hace dificultoso el cambio-, Shangri-La es contra-cultural, en tanto invierte la concepción occidental de civilización y prioriza otros valores. A esto se le suma una ventaja: la prolongación de la vida. Shangri-La es un ecosistema que también actúa sobre los cuerpos. No solo es el aire el que invita a alterar el ritmo de la respiración de sus visitantes, sino que también el tiempo comienza a actuar mucho más lentamente sobre los cuerpos. Podríamos decir que Shangri-La se ha apropiado de dos grandes técnicas de la modernidad: la biopolítica y la psicopolítica. La primera actúa sobre el cuerpo y sus condiciones de vida, la segunda sobre la psiquis. Entre ambas mantienen un equilibrio entre nivel de vida y disciplina que es necesaria para mantener el orden.

La prueba del éxito del Shangri-La es su propia existencia y la armonía de su civilización. Son pocos los casos, como Mallison, que se resisten a los encantos y beneficios de una vida en armonía. Mallison se asemeja, por sus pasiones y creciente violencia, a Challenger. Sus arrebatos pasionales sólo son una muestra de aquella “educación sentimental” occidental que ve en la acción y la destrucción un valor. Mallison es el ejemplo del héroe violento que, si bien podría triunfar sobre el Himalaya real, nunca podrá hacerlo contra el Himalaya del espíritu. Sin embargo, la estructura de la sociedad del valle es muy fuerte como para ser perturbada por él. Shangri-La, como Ghandi, opone una resistencia pasiva que termina por expulsarlo.

En pocas palabras, más allá de las especificidades geográficas que dificulten el acceso, Horizontes Perdidos propone una utopía que, lejos de ser conservadora culturalmente, busca ser omnicomprensiva, por lo que necesita de un proceso de sincretismo continuo, que le permita absorber e implementar todo conocimiento humano útil para la preservación del hombre.

Conclusión

A lo largo de este trabajo se han desmontado las técnicas de auto-preservación y las formas de relación con el mundo exterior que caracterizan a un Mundo Perdido. De la misma manera que cada uno parece nacer de las pasiones humanas elementales, en ese mismo movimiento de representarlas, se exponen sus debilidades y fortalezas como principio estructurador de una sociedad. El Mundo Perdido de Conan Doyle pone en juego las pasiones de conquista propias del S XIX. En el acto desesperado por imponer la “civilización”, sólo ha destruido y duplicado la barbarie. Con esa misma pasión, el S XIX ha impulsado los conflictos del S XX, pariéndolo como un hijo entregado a resolver, sea como sea, aquellas tensiones que produjo el siglo anterior. Los resultados fueron obvios: Primera Guerra Mundial, Segunda Guerra Mundial. Esta relación queda expuesta en el resto “salvaje” que posee Challenger y que lo impulsan a actuar. Ese resto es “lo incivilizable”, eso con lo que también se encuentra al estar cara a cara con los hombres-mono, ese resto que es representado como algo que únicamente puede ser gobernado con una violencia superior –solución que se mantendrá vigente en todos los intentos de conquista occidental hasta el nacimiento de la industria cultual-. Por otro lado Horizontes Perdidos de James Hilton, publicada en las puertas del auge nazi en Europa, inmediatamente después del “Martes Negro” (Octubre de 1929), problematiza la herencia cultural occidental poniendo frente al espejo cuales son las consecuencias de su cosmogonía y su plan para la humanidad. Si El Mundo Perdido instala la violencia como acto heroico pero deja entrever la peligrosidad de su ideología, Horizontes Perdidos, ya con plena consciencia de las falencias del sistema y se presenta ya no como mundo a conquistas sino como espacio de salvación. Para eso debe realizar una intensa búsqueda en la memoria de la humanidad (archivismo), y reorganizar el imaginario utópico en torno a todos los saberes útiles al hombre para su cultivo espiritual. Es por eso que, antes que todo, Shangri-La aparece como una comunidad filosófica-artística, ya que es ahí donde pueden rastrearse los sueños de la humanidad, ese horizonte perdido al que habrá que volver al momento en el que la ilusión del mundo que propone el sistema actual se rompa.

Por último, solo cabría señalar que los mundos perdidos son espacios de reflexión, donde el lector sutil podrá leer su pasado y, por qué no, su futuro. Su fuerte relación con la literatura utópica nos invita a pensar ¿por qué parecemos, actualmente, incapaces de gestar la empresa de una creación artística similar? ¿Habrán muerto todas las utopías? ¿Habremos sido atomizados al punto de sólo ser capaces de crear islas menores, débilmente conectadas entre sí? Reconocer las falencias de nuestras propias pasiones representadas de forma sistemática nos permite evitar caer en la equivocación nuevamente. Un mundo perdido es tan resistente, honorable y durable como puede serlo la pasión con la que se lo construyó, tan como nuestro propio mundo. El hombre que llega a él no se encuentra sino en el mundo bajo un microscopio, donde todo aumenta lo suficiente en tamaño e intensidad, como para que logre verse en el espejo en cada detalle.

Bibliografía

  • Doyle, Arthur Conan. El Mundo Perdido, Buenos Aires: Robin Hood, 2011
  • Hilton, James, Horizontes Perdidos, España: Plaza & Janes, 1984.
  • McConnell, F. “Los leopardos y la historia: el problema de los géneros cinematográficos” en El cine y la imaginación romántica. Barcelona: G.G., 2002.
  • Siebers, T. en Lo fantástico romántico. México: F.C.E., 1989
  • Simmel, G. “Para una psicología filosófica” en Sobre la aventura. Barcelona: Península, 2002.
  • Tadié, J. “Introducción”, en La novela de aventuras. México: F.C.E., 1989.

Sobre el autor:

Alan Ojeda (1991) Cursó el CBC en el 2009. Es Licenciado en Letras (UBA), Técnico superior en periodismo (TEA) y se encuentra cursando la maestría en Estudios Literarios Latinoamericanos en la Universidad Nacional Tres de Febrero. Es docente de escuela media, periodista e investigador. Coordinó los ciclos de poesía y música Noche Equis y miniMOOG, y condujo el programa de radio Área MOOG (https://web.facebook.com/area.moog); colabora con los portales Artezeta (www.artezeta.com.ar), Labrockenface (www.labrokenface.com), Danzería (www.danzería.com), Kunst (http://revistakunst.com) y Lembra (http://revistalembra.com). Es editor de Código y Frontera. Publicó los poemarios Ciudad Límite (Llantodemudo 2014), El señor de la guerra (Athanor 2016) y Devociones (Zindo&Gafuri 2017). Actualmente se encuentra realizando investigaciones sobre literatura y esoterismo.

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Una claustrofóbica en prisión y una gemela con un hermano igual,             de otro país. Una llamada por cobrar ya pagada. ...
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Reseña poetizada de “Le Pont du Nord”, Jacques Rivette

José Molina: Tiempo del poema

Comentario al poema “Imago” de Friedrich Einsten

El tiempo del arte es el presente; no importa si la escultura o la pintura son de siglos lejanos, hoy nos siguen conmoviendo. En el caso del poema ocurre lo mismo, pero el texto, como la música, requiere de tiempo para desplegar su virtud; a diferencia de la música el poema tiene la palabra que requiere de las facultades intelectuales, pero esas facultades no agotan el poema. Además, el tiempo del poema, no es el tiempo sin más, el tiempo, digamos abusando del término, el tiempo profano. Tampoco es el tiempo “sagrado” del rito. Ya alguien dijo que el rito es un mito que se realiza. Algo parecido, pero no idéntico es el poema, es un tiempo fuera del tiempo, que realiza una emoción en quien lo lee; esa emoción viene acompañada del sentido de las palabras, pero el sentido poético trasciende a la razón y realiza la emoción estética.

Imago 

Langsamer Tod
in die Unendlichkeit schwindend

Unsichtbare Fristen des Kalenders
Streicheln den sternvollendeten Fluß
Der Erde Wurzeln

Glückliches Moment des Nichts
Aktiviert die gelähmte Zigarette:
Licht der Schädel

Unbesiegbare Müdigkeit der Vernunft
dringt durch die fliegende Erinnerung
An Ihn, den Kleinen

Abenteurliche Prinzipien
verwalten, verborgen, das Insektenschicksal
Mit einem runden Revolver

Kleinigkeiten entspringen dem Brunnen
Von grünem gekieften Grass

Quellen des salzigen Ozeans
Belästigen den Rosa-Strand
Vom Schaum vergewaltigt

Duftige Flugasche erhebt sich
Über den vulkanischen Himmel
des Raums

Und, in Wiederholung,
vergesse ich die Ewigkeit

Tenemos un poema llamado en latín “Imago”, de muchas resonancias. El poema despliega una añoranza; parece, pero no lo es del todo, melancólico; una tristeza, cargada acaso de responsabilidades, se agolpa, pero el instante, lo mágico del instante, la detiene, la conjura. Lo aparentemente futil, la nonada insignificante puede llevar consigo la vida, lo que verdaderamente vale. El intelecto, aunque cansado, consigue también emocionarse gracias a las palabras. La gota horada la piedra, lo cotidiano puede esconder la eternidad, disfrazada de arena golpeada por la espuma: sabemos que lo rosáceo de la aurora homérica viene de esa playa reconciliada con su destino. Pero no hemos dejado la sala, allí estamos, cumplimos una vuelta más de nuestro destino de Sísifo o de Sansón; la eternidad griega, más específicamente estoica, no nos importa, bien vale el instante de la última fumada.


Imagen, Remedios Varo – El Relojero, 1955