En uno de los cerros pertenecientes a los paraísos del primer cielo, una serpiente desovó un huevo y, después de incubarlo, nació un hombre. Éste creció en aquel hermoso lugar lleno de fuentes, ríos y florestas, inmerso en todo tipo de placeres y deleites. Como tocó una de las flores del árbol más bello y florido de la región, vivió toda su vida de manera dichosa, pero asumiendo, de manera errónea, que su condición existencial era exactamente la misma que la de todos los hombres.
Un día, arribó al lugar otro hombre, quien en su otra vida había nacido del vientre de una mujer y había padecido los dolores y pesares de la vida terrenal. Alguien que, antes de renacer en aquel paraíso serpentino, fue devorado por codornices que fragmentaron y separaron todas sus articulaciones. Y cuando el hijo de la serpiente observó el grado de éxtasis que el hombre terrenal había experimentado a través de los placeres y deleites, comprendió que, pese a que él siempre había vivido en los cerros de los paraísos del primer cielo, aún no lograba conocer a profundidad la verdadera intensidad de los placeres.
El dolor es el principio del placer más genuino
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Sin algo de dolor no eres feliz.