Un poeta, convencido de que la poesía era su vocación, dedicó su vida sólo a escribirla; pero resultó que sus poemas eran tan malos, que justo ese hecho lo hizo ganar notoriedad entre algunos círculos intelectuales, quienes lo contrataban para que éste declamara sus poemas y así poderse reír del ridículo provocado por su pésima calidad literaria.
Así, soportó una lluvia de guisantes cuando declamaba en los bares. Tenía serios problemas de dinero y, en principio, fue mantenido por sus amigos, quienes posteriormente lo abandonaron, pues pronto se hartaron de su necedad por escribir tan mala poesía.
Pasó solo sus años de madurez y terminó trabajando en un circo, en el cual, a cambio de un plato de comida, permitía que la gente le arrojara huevos y harina mientras él declamaba. Y aunque la poesía nunca le dejó ni dinero, ni reconocimiento, ni respeto; él siguió componiéndola hasta el final de su vida, pues el poeta estaba plenamente convencido de que la poesía era la única vocación de su vida y sólo por eso, el peor de los poetas era, en realidad, el mejor de los poetas.
No son las circunstancias la que determinan nuestra vocación, sino la vocación la que determina nuestras circunstancias.
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