En medio de la selva, los bienaventurados, total y absolutamente entregados a cada una de las palabras de su gran guía, abordaron el tren. Pese a que ya se encontraban en un estado de bienestar, éste los conduciría hacia un estado de plenitud. Cuando la locomotora y sus vagones comenzaron a moverse sobre los raíles, se escuchó un estallido en la maquinaria, pero el guía, sosegado, les indicó a sus subordinados que aquello no era un desperfecto y que todo estaba bien; tras escucharlo, todos confiaron en él. Más tarde, se escuchó otro estallido en la maquinaria, lo que hizo que los vagones se movieran a una velocidad inusitada, pero el guía, sosegado, les indicó a sus subordinados que aquello no era un desperfecto y que todo estaba bien. Al escucharlo, todos confiaron en él.
Ocurrió que el tren se dirigía hacia un barranco, pero como el guía insistía en que todo estaba bien, los subordinados permanecieron en el tren. Cuando llegó al borde del barranco, la locomotora y todos los vagones cayeron al precipicio y antes de impactarse con el suelo, el guía alcanzó a decirle a sus subordinados que aquello no era un desperfecto y que todo estaba bien y, quienes aún se encontraban conscientes, le creyeron. Cuando el tren terminó de impactarse, el guía y todos sus bienaventurados murieron instantáneamente. Alguien podría afirmar que la ignorancia, la necedad y la estupidez fueron las causas de que ellos murieran, pero esto es una afirmación sin fundamento. La realidad es que fue el exceso de bienestar lo que los mató; puesto que antes y ahora, todo (absolutamente todo) siempre estuvo bien.
La realidad es siempre una prueba insuficiente para quien está cegado por sus propias creencias.